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México D.F. Sábado 21 de agosto de 2004

La obra de la compañía Ultima Vez fue presentada en el Palacio de Bellas Artes

Wim Vandekeybus recrea en Blush la ambivalencia de la naturaleza humana

En escena, un montaje que conjuga, como Wagner lo soñó, todas las artes en una

PABLO ESPINOSA

Fe de erratas: donde dice "En el principio fue el verbo" debe decir: "En el principio fue la cópula".

Porque en la primera escena de Blush, antenoche en el mismísimo máximo recinto cultural del país, el Palacio de Bellas Artes, un actor duerme en sonoros ronquidos. Una actriz se le aproxima, se quita las pantaletas, negras, se hinca mostrando el culo al respetable, practica al bello durmiente soberana fellatio, se sienta a horcajadas sobre su logro y tiene dos orgasmos.

El artista belga Wim Vandekeybus utiliza esa erección para marcar el inicio de la vida. El ciclo completo lo contará en dos horas, que es el tiempo que dura su espectáculo Rubor (Blush), cuyo tema es la ambivalencia de la condición humana, su carácter bipolar, su yingyanesco latir en sólo dos tiempos: amor y muerte. Eros y Thánatos.

Mientras para algunos en el principio fue el verbo y para otros fue la semillita y para unos más fue el big bang, el maestro belga no se anda con fellatios en la vida real y plantea el inicio de la vida justamente en la cópula. Allí se inició nuestra vida: en la cópula de nuestros padres.

La siguiente escena es un alarido, un grito estertóreo, mugiente y doliente y luminoso que emite una actriz en medio del proscenio.

Pero no se crea el lector que Vandekeybus nos cuenta una historia lineal y nos dice: ahora la pareja coge, ahora el bebé suelta el primer llanto, ahora la quinceañera ensueña, ahora etcétera. No, lo que hace este maestro belga, cuya inteligencia escénica bordea la genialidad, es contarnos microhistorias a la manera de Paul Auster, con hermosos interludios para levantar una hoguera inmensa de cuerpos humanos, y cuando nos dimos cuenta ya nos puso en escena algo insólito: una ópera para que cante el cuerpo humano. Una sinfonía de músculos, babas, lágrimas, sudores, mocos, pelos. Un oratorio profano donde el cuerpo humano estalla en mil pedazos y se vuelve a unir, crisálida y flor al mismo tiempo. Un montaje operático que conjuga, como Wagner mismo lo soñó, todas las artes en una. Un espectáculo completo y totalizador, nunca complaciente, siempre acariciante de las entendederas. Una sensación en el espectador de estar presenciando el óleo de El Bosco El jardín de las delicias, pero en vivo. Con la salvedad de que Jeroen Anthoniszoon van Aeken, pintor flamenco mejor conocido como El Bosco, sólo utilizó pincel y óleo y tela, mientras otro flamenco, el que nos ocupa: Wim Vandekeybus, recurre al cine, la música, la danza, el teatro. Lo que los une es que ambos tienen como herramienta básica el cuerpo humano, conectado con la mente y el espíritu.

Vuelos alucinógenos

Cinco damas bailan en escena. El estilo emblemático de Vandekeybus: damas con rodilleras en giros vertiginosos, en vuelos alucinógenos, sus cuerpos volando en mil pedazos, sus vísceras y músculos en estallido. Bailan: sus brazos son aspas, sus piernas colibríes, sus muslos terremotos, sus nalgas licuadoras, sus ojos linternas brillantísimas. Pelos colibríes, brazos licuadoras, muslos linternas, ojos aspas, labios mayores y menores tintineando.

Desde el proscenio un actor impreca al público con la carga polisémica del rubor del título. Pregunta a bocajarro:

-Hermosa ¿te lo tragas? Qué padre. Dáme tu teléfono.

-Señora: ¿cuándo fue su última gran cogida? ¿Su marido se enteró?

Y, dirigiéndose a los espectadores de las primeras filas en Bellas Artes, antenoche:

-A nadie le gusta el olor de su propia mierda.

En escena, cinco damas bailan. Se les unen cinco caballeros. Todos cantan con sus cuerpos. Gimen con sus bocas. Entonan versos atropellados en francés, griego, ruso, inglés, eslovaco, español y en flamenco. Tales son las nacionalidades de estos artistas, que conforman la compañía Ultima Vez, que dirige el flamenco Vandekeybus y que en escena realizan la multiplicación de los peces y las epifanías, entre ellas, la puesta en vida de la glosolalia, ese invento genial de James Joyce, esa lengua universal conformada por todas las lenguas del mundo y que no necesita descifrarse para comprenderse.

La complejidad de Blush, en su contundente sencillez, eslabona microhistorias con hermosos interludios para contar el inicio de la vida y su final y todo lo que hay en medio. De manera que la actriz que dio su primer llanto ahora es una muchacha de cabellos de trigo que enumera todas las cosas que dejará de hacer porque está a punto de pasar a otro plano:

Nunca más, dice la muchacha, volveré a ver el mar. Nunca más pondré una rodaja de limón sobre mi lengua y nunca más veré cómo brota la saliva. Nunca más veré desaparecer mi dedo en un melocotón. Nunca más.

En distintos planos simultáneos, los distintos hilos narrativos de Rubor entretejen las historias de manera fascinante. La música contiene entre sus aciertos el insinuar mandalas acústicas, pero sobre todo el conjuntar en una atmósfera de umbral el espíritu de los goliardos con los neogóticos del siglo XX. Así que lo que suena mueve ecos de melopeas antiguas mezcladas con acentos a lo Robert Smith con un sabor inconfundible a Nick Cave and the Bad Seeds, sobre todo cuando dejan pendular el verso más terrible en la penumbra:

Ain't no sunshine if she's gone.

Si ella parte ya no brillará el sol.

En un momento dado los actores se arrejuntan a manera de concilio griego frente al público para hacerle saber el fin reflexivo de Blush: "A final de cuentas todo en esta vida se reduce al amor". "Pero el amor", responde en diálogo platónico otro actor, tomando la túnica de Fedro: "pero el amor no es sino una simple reacción química en el cerebro". A lo que completa, como un silogismo implacable, otro actor que se ha desnudado en plena escena solamente para gritar a todo pulmón y a los cuatro vientos la síntesis de la existencia: amour et mort amour et mort amour et mort amour et mort...

Y entonces todos danzan en silencio.

Sólo se escucha el chirriar silbante de las suelas sobre el piso. Cargan a la muchacha de los cabellos de trigo, entonan una marcha fúnebre a capella, es decir, tan sólo con el movimiento de sus cuerpos.

Nunca más -se escucha estaqueada la voz de la muchacha en el ambiente- volveré a ver a los niños jugar en el parque. Nunca más volveré a ver el mar. Nunca más volveré a ver cómo se llena un mosquito con la sangre de mi brazo. Nunca más sentiré la suavidad de un lóbulo. Nunca más. Nunca más.

Y entonces todo se detiene.

Y el público sale hecho preguntas, hecho una tea, hecho de hechos, hecho pedazos. Porque eso hicieron las cinco mujeres y los cinco hombres en escena todo el tiempo: se hicieron pedazos, hicieron pedazos su alma, hicieron pedazos su mente, hicieron pedazos sus cuerpos para contarnos el sentido de la existencia.

Dejaron estaqueado en el aire oscuro un verso pendulante:

Ain't no sunshine if she's gone.

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