México D.F. Lunes 27 de septiembre de 2004
Todo comenzó en el Auditorio con un soliloquio
de Valdés de Esta tarde vi llover
Chucho y El Cigala hicieron gozar a 10
mil almas con Lágrimas negras
El pianista pasó de Manzanero a Corea, Rachmaninoff,
Mozart y Joaquín Turina para preparar el escenario al cantaor,
quien desgarró garganta, pecho y alma entera
PABLO ESPINOSA
Con
18 descargas de adrenalina en voz de duende e instrumentos musicales de
placer y de gemir, Diego El Cigala y Chucho Valdés
y otros cuatro músicos vertieron lágrimas negras en un lugar
para gozar.
Bastaron 18 boleros echados a andar por bulerías,
18 momentos extáticos de poesía en palabras y en sonidos
para que el Auditorio Nacional, esa mole de granito inundada por cerca
de 10 mil almas vivas se viniera abajo literalmente con un estruendo que
cimbró las mismísimas cimientes, hondas, de la estructura
emocional de todos los humanos que oficiaron ese rito mágico y bestial,
esa manera de exultar con versos y palabras dichas desde el fondo de la
entraña del flamenco.
Fue un oficio multititudinario, jondo. Una linda
gesta del cante. Una epopeya de ayes enronquecidos a fuerza de tantísimo
dolor sublimado en cante, decantado para destilar todo su encanto.
La noche del sábado llovieron lágrimas del
cielo y gotas frescas como una epifanía sobre las cabezas de los
asistentes al concierto consagratorio de Diego El Cigala y Chucho
Valdés durante 135 minutos, el tiempo que se detuvieron los cronómetros
para que el duende del flamenco desposara a la dama que habita, levita,
en todos los boleros.
Todo comenzó con un extenso soliloquio de Valdés
al piano en el primero de los guiños que tintinearon la noche a
manera de cocuyos: tema y variaciones a partir del clásico de Armando
Manzanero, presente entre el butaquerío habitado por los fieles
que constataron lo dicho por el cielo en el cuerpo de la noche y por Chucho
Valdés en el bajo vientre del teclado: Esta tarde vi llover.
A lo que siguió un solemne redoble del timbal,
que marcó la entrada a escena de los otros músicos: el extraordinario
contrabajista cubano Dibielsi, el maestro Torrino en el cajón y
con Chucho sobre el piano y Changuito encaramado en los timbales
armaron la primera descarga de la noche con un homenaje insospechado para
quienes desconocen el origen del prodigio de Lágrimas negras,
ese disco imprescindible que nació de la mente y el corazón
de don Bebo Valdés, padre de Chucho y compadre de
El Cigala y quien durante décadas dictó la cátedra
de lo que el mundo de la música caliente conoce con el nombre de
descarga, patrimonio asequible en discos, difíciles de conseguir
pero finalmente a la mano esa fastuosa discografía antigua del joven
Bebo Valdés.
Así que lo que sonó aún antes de
que el duende del flamenco pisara el territorio sagrado del proscenio fue
una auténtica, celestial y edénica descarga de música
de cámara detonada desde el piano por el hijo de don Bebo y
se bebieron entera la descarga caliente las caderas y las entendederas
que escucharon la manera como suena el paraíso:
Al sonoro rugir del timbal siguió una tromba percutida
de corcheas en la parte grave y luego en la canora de la canoa que encañonaba
el músico en el piano, un tema jazzeado nacido de la mente de don
Chick Corea que zumbaba en los dedos colibríes de Chucho
para habilitar el primer solo de la noche suspendida en el éter
zumbante también por los chicotazos de las cuerdas conectadas al
teclado.
Trasporta el pianista al escucha mediante puentes babilónicos:
pasa de manzanero a Chick Corea con guiños repentinos, pequeños
fragmentos improvisatorios de Rachmaninoff, Mozart y Joaquín Turina.
Una muchacha que se baña desnuda en un óleo
de Gauguin y deja caer las gotas de agua de sus manos a lo alto, desde
su cabellera húmeda, sobre las puntas morenas de sus senos. Así
sonó el piano de Valdés.
Dos muchachas danzan en un cuadro de Matisse y parecen
golpear, horadar el cielo con sus saltos coronados en pliés, rondes
des jambes, arabesques, minués y sus saltos en el cielo sueltan
relámpagos plateados. Así suena el contrabajo y se completa
una tormenta eléctrica con el efervescer metálico del cajón
peruano y el redoble fulminante del timbal.
En esa cima climática, en ese éxtasis sonoro
apareció El Cigala para hilvanar los restantes 15 episodios
de esta gesta homérica. Inició con el bolero Inolvidable
y con esa misma gema terminó, no sin antes entonar de nueva
cuenta la canción que dio nombre al disco, al concierto y a la leyenda,
Lágrimas negras, y hubo además un epílogo insólito
y esdrújulo: un gitano cantando en portuñol: Eu sei que vou
te amar, aunque sin Caetano Veloso y su corazón vagabundo.
El recital intenso de El Cigala en realidad había
terminado mucho antes de que recomenzara varias veces, a manera de oleaje
marino, pues en el momento en el que el track listing estaba por
llegar a su final, la garganta de El Cigala apenas estaba en trance
de apogeo y le vino en gana cantar de nuevo las piezas con las que
había iniciado el recital porque, explicaba en cada historia que
contaba antes de cada canción, así es el flamenco: tiene
un no sé qué que se entiende como en una duermevela en el
transcurso del tiempo, en el instante impredecible en el que todo empieza
a hervir porque ya el cronómetro no sirve para nada, pues el orden
del cosmos ha quedado subvertido por la fuerza y el encanto del duende
que se ha apoderado del escenario entero.
Así fue que se sucedieron, también en un
oleaje incontenible, muchas mareas orgásmiscas de las cuales alcanzaron
clímax indecibles aquellas en las que El Cigala desgarró
garganta, pecho y alma entera. Bien pagá, que dedicó
a Bebo Valdés, sonó como nunca había sonado. Neblina
del riachuelo fue un gemío bajo el cual las potestades todas
terminaron temblando en un estremecimiento inenarrable.
Cada vez que el duende del flamenco se rompía en
quejíos de hondura superior a las tragedias griegas, el mundo se
deshacía como una mole de granito que vuela en mil pedazos y al
siguiente verso, justo en el intersticio de los ayes que lanzaba al viento
Dieguísimo El Cigala, se volvía a juntar en su espléndida
belleza el mundo.
La noche del sábado 10 mil almas vivas supieron
entonces que cuando el duende canta el mundo nunca muere. A eso vino al
mundo el arte del flamenco, que una vez desposado con la gracia de la música
cubana es inmortal.
Un relámpago de lágrimas negras en un lugar
para gozar: el territorio insondable, gineceo magnífico, del cante.
Olé.
Y sigue oliendo.
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