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México D.F. Lunes 27 de septiembre de 2004 |
¿Qué quiere decir populismo?
El
término populismo ha pasado del discurso ideológico tecnocrático
al habla común con significado incierto, pero con un sentido claramente
peyorativo y descalificador, casi como sinónimo indistinto de irresponsabilidad
política, caudillismo o demagogia. Las corrientes que resisten las
reglas neoliberales de la globalización en curso son presentadas
como "populistas".
La misma calificación suele aplicarse a quienes
insisten en la necesidad de introducir elementos de racionalidad y planificación
en el libertinaje de mercado que depreda y destruye tejidos sociales, o
a quienes plantean la necesidad de brindar protección a los sectores
sociales más desprotegidos ante la intemperie económica que
genera la ortodoxia aún vi-gente, por desgracia, en varios países
de La-tinoamérica: apertura comercial indiscriminada, demolición
y pillaje del sector público de la economía, desregulación,
privatización de todo lo imaginable y liquidación general
de programas sociales y de subsidios, salvo aquellos destinados a los capitales
financieros, que en el caso de México toman la forma de pagarés
del Fobaproa y constituyen uno de los rubros principales del gasto gubernamental.
Por extensión, toda preocupación genuina
por utilizar el poder público como mecanismo que genere bienestar
a la población suele ser tildada, con propósitos de deslegitimación,
de "populista", y es frecuente que en el saco conceptual del populismo
se incluya a personajes tan diversos -y tan diferentes entre sí
en muchos aspectos- como los presidentes argentino, Néstor Kirchner,
brasileño, Luiz Inacio Lula da Silva, y venezolano, Hugo Chávez,
así como al jefe de Gobierno de la capital mexicana, Andrés
Manuel López Obrador.
De hecho, el único denominador común claramente
identificable entre todos es su convicción de que es posible, necesario
e indispensable comprometer a las instituciones en una lucha contra la
pobreza, la marginación y la desigualdad. Por lo demás, ninguno
de esos gobernantes responde a las definiciones clásicas de populismo,
desde las corrientes políticas rusas del siglo XIX, pasando por
los movimientos campesinos estadunidenses, hasta los regímenes y
movimientos latinoamericanos del XX: Vargas y Gulart en Brasil, Perón
en Argentina, Lázaro Cárdenas en México, el Apra de
Víctor Raúl Haya de la Torre, en Perú.
Hace unos años, en estas páginas, el articulista
Ilán Semo describió con precisión la desventura conceptual
del populismo como adjetivo (des)calificativo: "Desde 1985, la tecnocracia
ha intentado basar su legitimidad en un giro contra el populismo. Ha sido
un giro retórico. El populismo admite indistintamente ideologías
de izquierda o de derecha. La causa es sencilla y compleja a la vez: no
es un fin, sino un medio. O mejor dicho: una mediación entre una
fuerza 'carismática' (si se admite una definición anticuada)
y el 'pueblo' (hoy se le llama 'ciudadanía' o 'electorado') destinada
a separar el poder del Estado de las instituciones que procuran su relación
con la sociedad. En rigor, se trata de una política de desinstitucionalización"
(La Jornada, 8 de abril de 2000).
Sería saludable, pues, que en el debate político
actual el empleo abusivo y poco reflexivo del término diera lugar
a propuestas más precisas. ¿Qué se quiere decir al
descalificar de "populistas" propuestas de nación alternativas a
la imperante? ¿La miseria y la desigualdad no son un asunto en el
que deba intervenir el Estado? ¿Debemos resignarnos a una institucionalidad
dedicada a administrar una pobreza mayoritaria inevitable y estructural?
¿Hay que aplaudir el desmantelamiento en curso de los sistemas públicos
de educación y de salud? ¿La nación ha de resignarse
a entregar a los inversionistas extranjeros su electricidad y su petróleo?
O bien ¿deben suspenderse los programas asistencialistas que constituyen
la "política social" de la presidencia de Vicente Fox?
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