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México D.F. Domingo 3 de octubre de 2004 |
Persistencia de la memoria
La
conmemoración anual de la matanza del 2 de octubre de 1968 se expresó
ayer, como todos los años, en una manifestación contra el
olvido y la impunidad, y en recuperación y defensa de los ideales
del movimiento estudiantil de hace 36 años. Aquella gesta cívica
permanece viva en la memoria de la sociedad nacional y su desenlace trágico
sigue siendo una herida abierta en la vida política del país.
La persistente huella de los sucesos del 68, de los que
nos separa una generación de mexicanos, puede explicarse por varias
razones.
La primera es la trascendencia de las reivindicaciones
estudiantiles de aquel año, pioneras y, de cierta forma, detonadoras
del proceso democratizador que ha experimentado el país desde entonces:
el 68 marcó, en efecto, el inicio de las luchas por la pluralidad
política, la tolerancia y la vigencia del estado de derecho, y constituyó
el principio del fin del régimen autoritario, presidencialista y
corporativo que caracterizó al sistema político mexicano.
Pero el 2 de octubre no sólo se recuerda por la
generosidad y el entusiasmo de los estudiantes, maestros y ciudadanos que
se lanzaron a exigir democracia y legalidad en un contexto institucional
unipartidista, represivo y monolítico, en el que el disenso, la
libertad de expresión y la crítica al régimen solían
ser etiquetados como actos de "disolución social". Se recuerda también
el crimen de lesa humanidad perpetrado por el régimen de Gustavo
Díaz Ordaz en la Plaza de las Tres Culturas, y el paroxismo represivo
que se desencadenó contra un importante sector de la oposición
política -marginal, excluida, obligada a la clandestinidad- y contra
numerosos exponentes de la academia, la ciencia, la cultura, la acción
social, el sindicalismo, el agrarismo y el periodismo. La persecución
regular de las disidencias prosiguió, sin solución de continuidad,
a lo largo de los dos siguientes sexenios, en lo que posteriormente habría
de denominarse como la guerra sucia.
La evocación de la matanza de Tlatelolco no sólo
tiene el sentido de rendir homenaje a las víctimas, sino también
protestar por la falta de esclarecimiento y de justicia, y por la consiguiente
impunidad, que dura hasta la fecha, de los responsables intelectuales y
materiales de ese y los siguientes crímenes represivos cometidos
por el poder público. Esa impunidad y la determinación de
proteger a los criminales han sobrevivido a la "apertura democrática"
echeverrista, a la reforma política de López Portillo, a
la indolente mediocridad del gobierno de De la Madrid, a la modernización
tecnocrática salinista-zedillista y a los propósitos de "cambio"
del foxismo. Treinta y seis años e innumerables discursos después,
los asesinos siguen tan campantes hoy como lo estuvieron el día
siguiente a la masacre, y un hilo de complicidad vincula a las instituciones
de hoy con las de la Presidencia de Díaz Ordaz.
Los jueces que hoy en día protegen al ex presidente
Luis Echeverría -secretario de Gobernación en tiempos del
movimiento estudiantil ahogado en sangre- son herederos espirituales directos
de los jueces que, en aquel entonces, aceptaron enviar a Lecumberri a los
líderes estudiantiles y a sus profesores con base en delitos inventados
y expedientes penales fabricados sólo para disimular la existencia
de una vasta persecución política. La incapacidad de la Fiscalía
Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado para elaborar
acusaciones sólidas se corresponde con la manifiesta falta de voluntad
del Poder Judicial para procesar a quien, de acuerdo con toda la documentación
disponible -que es mucha- fue, en el sexenio de Díaz Ordaz y en
el suyo propio, el máximo cerebro de la represión y de las
masivas violaciones a los derechos humanos. A pesar de sus promesas inaugurales,
el foxismo no ha querido o no ha podido deslindarse de sus antecesores
y ha continuado el patrón de encubrimiento histórico seguido
por las presidencias priístas en relación con los crímenes
de lesa humanidad cometidos desde el poder público a partir de 1968.
Por si no bastaran los factores de continuidad, ha de
tomarse en cuenta que hoy en día, como en aquellos años,
no faltan en las movilizaciones populares pacíficas grupos de provocadores
que incitan a la violencia y que no pueden tener más propósito
que el de desvirtuar y desacreditar las legítimas reivindicaciones
de los manifestantes. Esos grupos de infiltrados tienen, entonces como
ahora, el inconfundible sello de origen de las cloacas del sistema político.
En tanto no se haga justicia, en tanto no se esclarezca
a fondo y en tanto no se sancione a los responsables, la institucionalidad
política actual seguirá en deuda con los asesinados, los
heridos, los torturados, los encarcelados y los perseguidos por los gobiernos
de Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo. Igualmente
grave, mientras no se ajusten las cuentas con ese pasado oprobioso, nada
garantiza que la criminalidad represiva no vuelva a abatirse sobre la sociedad
mexicana. Por todas esas razones, el 2 de octubre no se olvida.
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