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México D.F. Viernes 8 de octubre de 2004
José María Pérez Gay
Elfriede Jelinek: una flor en el ojal de Austria
En febrero de 1982, Elfriede Jelinek escribió en la revista vienesa Profil un ensayo: El único. Y nosotros, su propiedad: ''Soy pianista, estudié muchos años en el conservatorio de Viena, conozco la repetición, la variación, la modulación, el contrapunto y la fuga (...) son recursos que intento en mis textos; pero sólo los he encontrado perfectamente delineados en la prosa de Thomas Bernhard". A pesar de sus dificultades para respirar, Bernhard hablaba un alemán perfecto, wie gedruckt, es decir, listo para la imprenta. Elfriede Jelinek recordaba a Thomas Bernhard: ''era un artista de la palabra hablada, capaz de aventurarse a largos monólogos. Para no pensar en el terror cotidiano hasta sus últimas consecuencias, este escritor de estricta formación musical desarrolló su propia técnica de la repetición, pero rítmicamente estructurada, semejante a un movimiento elíptico sin interrupciones, a cuya regularidad nadie podía sustraerse, aunque todo lo hubiera dicho ya cien veces".
Elfriede Jelinek nace el 20 de octubre de 1946 en Mürzzuschlag, provincia de Steiermark, Austria. Desde adolescente estudia piano en el Conservatorio de Viena, después historia del arte y teatro. En la obra de Elfriede Jelinek se resumen a dos generaciones de escritores austriacos -Ingeborg Bachmann (1926-1973), Thomas Bernhard (1931-1989), Marlies Janz (1941), Peter Handke (1942) y Volker Braun (1945) que han conservado la inteligencia y la crítica de los escritores austriacos de principios del siglo XX, como Karl Kraus, Robert Musil, Hermann Broch y Heimito von Doderer. Sin embargo su generación -y Jelinek sobre todo- admiran en Thomas Bernhard la apuesta literaria más apasionante desde la Segunda Guerra Mundial. Elfriede Jelinek recuerda el testamento de Bernhard: ''Cuando todo haya desaparecido -inteligencia, memoria, personas, amores y recuerdos- seguirá existiendo la música. Por ese entonces, sus lecturas favoritas son El proceso de Kafka, el Siebenkäs de Jean Paul, La portuguesa de Robert Musil, y Esch o la anarquía de Hermann Broch. La música y la literatura son las pistas de despegue de su obra. Su novela La pianista (1975) tiene un éxito inesperado. Erika Kohut, su protagonista, profesora de piano en el Conservatorio de Viena, vive con su madre que ve en la hija una parte del inventario de la casa: un objeto de su propiedad. Vigilar y castigar: el sistema de vigilancia que la madre impone convierte el apartamento en una condena. La sombra de la madre, la frustración de Erika y el fracaso de su carrera como pianista van creando una atmósfera de terror. La señorita Kohut se adapta, al parecer, a su desdicha cotidiana, pero en realidad ejerce la venganza con su alumno, un pianista de gran talento y, al final, elige cortarse, mutilarse con navajas de rasurar, agujas, como si la mujer, nos dice Jelinek, fuese el principal enemigo de su cuerpo, como si no tuviese el derecho de vivir sin provocarse dolor. La novela está escrita en una prosa que recuerda la de Thomas Bernhard cuando, al fin y al cabo los dos pianistas, rescata la extraña capacidad de Glenn Gould, el pianista neoyorquino, para mantener la constante separación entre las voces de una composición musical, una suerte de esquizofrenia narrativa que le permite a Elfriede Jelinek reproducir la mutilación y el dolor con una precisión increíble. Erika Kohut es sin duda uno de los personajes más notables de la literatura austriaca de la década de 1980.
Cuando el joven Walter Klemmerer, uno de sus alumnos, logra romper el sistema de vigilancia de la madre y penetrar en su vida, descubre que ella se mutila y se hace daño. Erika le propone entonces una relación sadomasoquista y, para su gran sorpresa, se convierte en la parte sadista de la pareja. Klemmerer fracasa y el odio somete a los amantes. En la escena final, Erika ve a Walter a lo lejos y toma un cuchillo, se hiere en el hombro y regresa sangrando a su casa. Como todas las obras de Elfriede Jelinek, La pianista tuvo una crítica adversa en Austria, pero en Alemania fue un éxito editorial. En 2001, el director Michael Haneke la llevó a la pantalla y el público reconoció a la autora de la novela.
Elfriede Jelinek pertenece sin duda a la vanguardia feminista de Austria; su literatura recoge y crítica todos los estereotipos, los mitos más triviales -los de la ideología feminista también- y confronta a los lectores con el ''machismo" austriaco y, sobre todo y ante todo, con el pasado nazi de Austria. La amnesia social de los austriacos es uno de los temas de esa generación de escritores, está presente tanto en Bachmann como en Handke. Jelinek es también una opositora permanente del líder de la derecha fascista de Austria, Jörg Heider, de su idea de la mujer como una sirvienta del hombre y de las escuelas de la humillación que son los matrimonios convencionales. Durante la década de 1960, Elfriede milita en el Partido Comunista de Austria, participa en el movimiento estudiantil y se dedica más tarde a la literatura. La verdad es que al leer a Jelinek uno puede entender a fondo el ''feminismo", porque no sólo tiene una inmensa cultura musical, sino que conoce prácticamente toda la literatura austriaca y sabe dominar sus temas. Su obra abarca la poesía, las obras de teatro, obras para la radio, guiones para cine, televisión; además es la traductora al alemán de Thomas Pynchon, Paul Auster y Julian Barnes. En 1986, Elfriede Jelinek obtiene el premio Heinrich Böll.
En su novela Lujuria (1989), Elfriede Jelinek nos cuenta que cuando el sida llega al último rincón de los Alpes austriacos e infecta a todos los que tienen relaciones amorosas extramaritales, Kurt Jasnisch, alto funcionario de la comisaría de los Alpes, renuncia a las prostitutas y a los ''menajes" y escoge a tres mujeres. Regresa con su esposa Gerti, a quien acosa sexualmente. Gerti siente el pavor catatónico que le produce su esposo, se propone huir de la casa y escapar al asedio masculino, ''toda relación es una violación'', escribe Jelinek, ''cuando el hombre humilla a la mujer en la cama". Gerti llega una noche a la delegación de policía y pide auxilio, pero nadie la entiende. ƑDe qué habla esa mujer? ƑQuién le ha hecho daño? Gerti no puede vivir su sexualidad, no puede asumir su maternidad, su destino es someterse al eterno retorno de lo mismo: la violencia física de su marido. Sin embargo, como en su novela La pianista, cuando aparece Michael, un joven guapísimo y estudiante universitario, la seduce y Gerti acaba sometiéndose. En esta novela escrita para describir las relaciones amorosas de Kurt Janisch, un funcionario de la comisaría, obsesionado con la lujuria de sus tres mujeres, en primer lugar su esposa, luego Gerti su amante y víctima, y Gabi, una joven de 16 años de la ciudad. Al final el asesinato disuelve el triángulo.
Su novela Los hijos de los muertos (1996) es una parodia de H.P. Lovecraft, y de las novelas góticas de terror. En un pueblo de los Alpes austriacos, en la pensión Alpenrose, dos mujeres y un hombre, "a quienes los perros no muerden", parecen seres con vida pero en realidad son zombies. Por la noche ultrajan tumbas, castran a los automovilistas que se detienen en la pensión, celebran orgías infernales. En realidad, son vampiros que le exigen a los vivos volver a la vida. Una magistral alegoría barroca de la muerte, una advertencia, dice Jelinek, porque la amnesia social es una enfermedad y nos convierte en zombies.
Sus obras de teatro La joven y la muerte son cuatro piezas en un acto que tocan temas muy distintos. Quizá la mejor es la descripción de Clara Schumann y su vida increíble con el demente de Robert Schumann, un perfil casi heroico de una mujer que resiste hasta el final. La tercer obra es también interesante. Se trata de la continuación de Nora, la obra de Henrik Ibsen. En la escena final de Ibsen, Nora abandona la casa y se lanza a conocer la vida y a conocerse a sí misma, Jelinek imagina otro final más triste y acaso más realista en la situación actual de la mujer. Nora trabaja y se somete otra vez, se deja usar por los demás y se entrega a la desdicha.
Elfriede Jelinek parece preguntarse siempre si el destino de las mujeres es someterse o rebelarse. Su literatura es uno de los capítulos de esa gran novela austriaca que W.G. Sebald llamaba la descripción de la desdicha.
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