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México D.F. Lunes 11 de octubre de 2004
Hermann Bellinghausen
Dedos
El oficio de Belarmino consiste en no tener uno definido, bueno para un roto y un descosido, disponible si le insisten, mera fuerza de trabajo de dirección variable. Serrano en cambio es hombre unifuncional, sólo sirve para lo que hace, preciso como un reloj, con una intensidad que él mismo no tiene en su vida: toca el piano seriamente. Fuera de eso pasa por aburrido, bebe cerveza de bote y brandy malo, come basura con sal y ahoga su vacío en cualquier partido de futbol por cable que se juegue sobre la Tierra.
Belarmino lee sin parar, lo que sea. Manuales de autoayuda, libros de cocina, diccionarios de mitología griega, la historia de Abelardo y Eloísa, los periódicos de la semana pasada, las etiquetas de las latas, las novelas de Dostoievsky y Tolstoi, las obras completas de Isaac Asimov. Serrano lee las partituras más sublimes cuando trabaja, y cuando no, las secciones de deportes y espectáculos, y sigue los escándalos sexuales de las tiples del momento. Consume pornografía barata como queso un ratón.
Belarmino carece de oficio pero no de conversación. Lo que retiene su elefante memoria, más lo que inventa el muy cabrón. Política, yoga, sicoanálisis, historia de la Segunda Guerra Mundial, vegetarianismo, experimentos biomoleculares (es adicto a las columnas de ciencia y tecnología y las revistas de divulgación). Sabe que no sabe, y los que lo conocen también lo saben, pero lo creen un poco sabio pues al menos prueba todo. Lo suyo es la cultura en general y en cualquier particularidad que se presente.
Serrano toca Rachmaninov y Scriabin con nivel internacional. Es de escuela chopiniana, pero su Mozart es tremendo. Para Schumann y Beethoven en cambio le falta emoción. Quizá por su modo de ser, los programadores institucionales casi no lo pelan como solista y vive de dar clases. Pero sale airoso de donde pocos, como Busoni y John Cage, y es un secreto admirador de Alicia Urreta y Gerhardt Muench, sus "maestros", que interpreta con inconfesable placer para que sus sonidos existan. En cuanto abandona el taburete y separa las manos del teclado vuelve a su condición vegetativa de solterón putañero y sin ambiciones que se rasca los sobacos con las uñas sin cortar.
Belarmino no bebe mucho. Serrano las agarra de buró. Belarmino es alto y musculoso. Serrano, chaparro, calvo y panzón: soy un instrumento, se autodefine sin mucho ingenio en las charlas de café con Belarmino, quien por costumbre conduce la plática.
A media mañana, si acaso no llueve, coinciden en la misma mesa junto a la Plaza Washington donde aterrizan los españoles jubilados y los muchachos aprendices de ajedrez. Todos ellos pudieron existir allí mismo hace 50 años y lo hacen, hoy, como si nada. Hasta envidia dan.
La lineal vida de Serrano está exenta de secretos y relieve; lo que no transparenta, carece de interés. De Belarmino, por más que cuente y comunique, no se sabe gran cosa. Finge que viaja, se le conoce cualquier cantidad de novias, y él conoce a medio mundo: soy un animal tan doméstico que nada humano me es ajeno, dice.
El vocabulario de Serrano es lamentable. Ni los albures le salen. Belarmino si quisiera, pasaría por filósofo, sicoanalista, profesor de historia, crítico de moda femenina o comentarista radiofónico.
Un martes Serrano informó, excepcionalmente, en la mesa del café: éste domingo toco en Bellas Artes el primero de Brahms y el 23 de Mozart. ƑEl de Elvira Madigan?, preguntó Belarmino con su erudición de almanaque, y Serrano aclaró que no, que ese es otro concierto. Lo que no aclaró fue por qué esperó hasta el último minuto para avisar. Es que ustedes nunca miran la cartelera, dijo Serrano a todos, pero sólo Belarmino lo tomó como reproche.
El domingo en la platea Belarmino no lo podía creer. ƑCon que ese es el idiota de Serrano? En el Brahms, y no le dará pena confesarlo mañana en el café a quien se lo pregunte, la cadenza de Serrano lo hizo llorar de auténtica emoción. Y si el concierto no fue perfecto, se debió a ciertos goznes herrumbrosos de la orquesta. El público aplaudió a rabiar. Bueno, en Bellas Artes a la gente le encanta aplaudir, no siempre el público es de fiar, pensaba Belarmino, que no aplaude nunca ni grita bravos, aunque los sienta. Le basta sentirlos. Y Serrano se los ganó a pulso.
Oye, Serrano, quién te oyera, le fue a decir al camerino, y lo encontró metiéndose el primer scotch, que en rigor era el segundo: antes del concierto ya llevaba uno, alto y derecho, entre pecho y espalda. Al menos hoy no era cuba de brandy. Serrano volteó con los ojos bovinos que pone frente a la televisión. El América perdía con los Pumas, para variar.
Eres un genio, Serrano, dijo Belarmino. No te creas, replicó el pianista. Eso que oíste allá afuera (y señaló hacia el escenario) no soy yo. No entiendo lo que hacen los dedos de mis manos. Para eso me educaron.
Aprovechando el medio tiempo, Belarmino lo invitó a comer al aturdidor Salón Corona para que no terminara de ver su partido con el estómago vacío.
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