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México D.F. Viernes 3 de diciembre de 2004 |
Las maras, entre nosotros
El
secretario de Gobernación, Santiago Creel, y el director del Centro
de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), Eduardo Medina Mora,
informaron ayer de los logros gubernamentales en el combate a las maras
de origen centroamericano y al tráfico de personas. Con ello, ambos
funcionarios pusieron en el centro del interés nacional la presencia
de este fenómeno en nuestro país. Por si no fuera suficiente
con sus problemas delictivos tradicionales -narcotráfico, secuestro,
linchamientos, delitos sexuales, tráfico de personas, homicidios,
robos, violencia de género, corrupción gubernamental, lavado
de dinero, fraudes y delitos de cuello blanco perpetrados por funcionarios
y empresarios a costillas del erario, entre otros-, México debe
enfrentar en el momento actual este fenómeno de origen externo,
ese pandillerismo juvenil procedente de varios países centroamericanos
conocido con el nombre genérico de las maras. No estaría
de más recordar a los fanáticos de la globalización
neoliberal que ésta conlleva, además del libre comercio de
mercancías y capitales, un inevitable intercambio entre países
de actividades y agentes delictivos.
Las maras se originaron en Estados Unidos, entre
jóvenes centroamericanos marginales, refugiados de las guerras en
sus países o de las economías de catástrofe, y se
asentaron y desarrollaron posteriormente en El Salvador, Guatemala y Honduras,
en el campo propicio de la devastación de la posguerra de los primeros
dos países. Los fallidos procesos de paz entre las insurgencias
populares y los gobiernos oligárquicos dieron paso a remedos de
institucionalidad democrática, pero dejaron intacta la problemática
que había generado los conflictos -desigualdad social extrema, marginación,
miseria generalizada, situaciones agrarias angustiosas, explotación
desmesurada de los asalariados y jornaleros agrícolas- y crearon
un vasto sector de hombres de armas -ex guerrilleros, ex militares, ex
policías, ex paramilitares- sin trabajo, sin perspectivas y con
sobrado entrenamiento en el oficio de la violencia. Ese fue el caldo de
cultivo para el vertiginoso desarrollo de las pandillas juveniles que cuentan,
en la fecha actual, con decenas de miles de integrantes en los tres países
referidos.
Acosados por las maras, su capacidad organizativa
aterradora y su disposición a una violencia desesperada e ilimitada,
los gobiernos y las clases pudientes de tales naciones han respondido en
el frente legal, para lo cual hicieron aprobar leyes represivas desmesuradas
-en El Salvador los homicidas menores de edad pueden ser juzgados como
adultos, y los tribunales pueden tipificar como pandillero a cualquier
joven que "marque territorios" o se practique tatuajes en el cuerpo- y
violatorias de los derechos humanos. Para hacerse una idea del éxito
obtenido con esa clase de leyes, baste citar que, entre noviembre del año
pasado y abril del presente, más de 11 mil presuntos pandilleros
fueron arrestados, de los cuales sólo a 5 por ciento se sometió
a procesos judiciales, en tanto el resto hubo de ser liberado. Menos publicidad
ha recibido la otra respuesta al pandillerismo: la reactivación
de los escuadrones de la muerte, antaño empleados por las
dictaduras de la región para asesinar opositores políticos
y hoy reciclados para el exterminio de jóvenes sospechosos de pertenecer
a las maras.
Perseguidos por los gobiernos de sus países, en
los últimos 18 meses los maras han cruzado el Suchiate, han
aterrorizado a los migrantes centroamericanos que buscan llegar a Estados
Unidos, se han diseminado por 28 entidades del territorio nacional y constituyen,
ya, una preocupación fundamental en materia de seguridad pública
y tal vez también de seguridad nacional.
Ciertamente, la prevención del ingreso de nuevos
pandilleros a territorio nacional y su persecución dentro de él
son tares policiales imprescindibles, pero sería lamentable que
la actual administración cometiera el error de enfocar el problema
como un mero asunto delictivo. Debe considerarse que, en el escenario social
y económico presente, México ofrece a las maras centroamericanas
un entorno sumamente favorable para su multiplicación y expansión.
Al margen de la felicidad de las cifras oficiales, cientos de miles de
jóvenes no encuentran sitio en el mercado laboral ni en el sistema
educativo, se localizan en contextos familiares y sociales de rápida
desintegración y carecen de perspectivas definidas de futuro. Sin
ir más lejos, la pertenencia a una mara puede ser una tentación
para muchos que hasta ahora intentan cruzar la frontera con Estados Unidos
en busca de trabajo, para los niños y menores en situación
de calle en decenas de ciudades de nuestro país, o para los expulsados
del agro por efecto de los entusiasmos oficiales por el ejercicio del libre
comercio. Desde otro punto de vista, la acelerada descomposición
de las corporaciones policiales, de seguridad pública y de procuración
de justicia -descomposición que se ha evidenciado hasta grados vergonzosos
en días recientes- ofrece márgenes inapreciables de operación
e impunidad para las pandillas juveniles y su articulación, en primera
instancia, con actividades delictivas tradicionales como el narcomenudeo,
el asalto a transeúntes o el robo de vehículos y autopartes.
Nunca como ahora había resultado tan necesario
para preservar la seguridad pública y la seguridad nacional un cambio
de rumbo en las estrategias económicas para detonar crecimiento,
empleo y consumo interno; nunca se había hecho tan evidente la urgencia
de formular una política social que vaya más allá
de los asistencialismos en boga y de la coordinación de beneficencias
privadas. Si no se actúa en esos sentidos, el intento por combatir
el fenómeno de las maras con medidas meramente policiales,
lejos de erradicar el pandillerismo, estará condenado a acelerar
la descomposición de los cuerpos de seguridad de los tres niveles:
federal, estatal y municipal.
Cabe hacer votos, finalmente, por que ni este gobierno
ni el que va a sucederlo dentro de dos años cedan a la tentación
del autoritarismo, la discrecionalidad y la violación legalizada
de derechos humanos, como han hecho los países vecinos de Centroamérica
con sus programas de "mano dura" contra las maras, porque de esa
manera sólo se conseguiría liquidar el estado de derecho
y la vigencia de la Constitución en materia de garantías
individuales.
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