Martín Huerta y El Pollo Guzmán Loera
El asesinato de Arturo El Pollo Guzmán Loera ųhermano del líder del cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán--, perpetrado el 31 de diciembre en el penal de "máxima seguridad" de La Palma, estado de México, debe ser analizado desde diversos puntos de vista. No sólo es un acto repudiable, como cualquier homicidio, independientemente de la catadura moral y legal de la víctima, sino constituye, además, una preocupante demostración de fuerza de las organizaciones delictivas que, a lo que puede verse, operan a sus anchas en un territorio penitenciario regido, se supone, por los más estrictos y modernos procedimientos policiales y de seguridad para impedir que la delincuencia organizada se apodere de ellos.
En forma paralela, el crimen referido es un alarmante indicativo de abulia e ineptitud de las autoridades federales de seguridad pública ųbajo cuya responsabilidad se encuentra la administración de La Palmaų y de procuración de justicia. Es obligado recordar, como antecedentes de la muerte de Guzmán Loera, otros dos homicidios perpetrados allí durante el año pasado: el de Alberto Soberanes Ramos, en mayo, y el de Miguel Angel Beltrán Lugo El Ceja Güera, en octubre, ambos vinculados al cártel de Sinaloa. Días antes de la muerte del segundo, la Policía Federal Preventiva (PFP) había realizado una inspección en el centro penitenciario para, supuestamente, detectar armas, drogas y otros objetos prohibidos. En noviembre pasado, tras el homicidio de Beltrán Lugo, José Antonio Sánchez Ortega, del Instituto Ciudadano de Seguridad Pública, denunció ante la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) de la Procuraduría General de la República la existencia de armas de fuego en el centro penitenciario referido; José Luis Santiago Vasconcelos, titular de la SIEDO, se limitó a decir que "se estaba investigando". Por su parte, la PFP realizó, hace cosa de dos semanas, un segundo "operativo sorpresa" para evitar la presencia e introducción de armas en La Palma.
Los hechos referidos exhiben, pues, la inoperancia de la SIEDO y sobre todo la exasperante incapacidad del secretario de Seguridad Pública federal, Ramón Martín Huerta, quien ya en noviembre del año pasado había sido señalado por la opinión pública por su responsabilidad en el envío de los tres agentes de la PFP que fueron atacados en San Juan Ixtayopan, Tláhuac, por los patéticos errores (si es que fueron errores y no acciones deliberadas) en la concepción de la oscura encomienda que realizaban allí y por la ausencia total de reacciones para rescatarlos, pese a que la SSP federal fue informada a tiempo del peligro en que se hallaban.
La evidente descomposición que priva en La Palma y el asesinato ocurrido en ese penal de "máxima seguridad" confirman que Martín Huerta no está a la altura de sus responsabilidades como encargado de seguridad pública en el país. Pero ahora el gobierno federal no podrá culpar a las autoridades de la ciudad de México por las patentes omisiones que hicieron posible ese crimen, y el presidente Vicente Fox no dispondrá ya de coartadas para mantener a su amigo y coterráneo en un cargo que demanda más habilidades y cualidades que la mera pertenencia al círculo presidencial. Es entendible y atendible, por ello, el clamor que demanda el pronto despido del secretario de Seguridad Pública federal.
Desde luego, entre el homicidio de El Pollo Guzmán Loera y la falta de aptitud de Martín Huerta hay una serie de mediaciones que pasan por las responsabilidades de funcionarios menores de la SSP federal, de directivos del centro penitenciario y de custodios. Tales responsabilidades deben, por supuesto, dar lugar a imputaciones específicas, pero sería deplorable que, como ocurrió tras los linchamientos de Tláhuac, el gobierno federal, en la obsesión de proteger a un amigo del Presidente, volviera a ofrecer a la opinión pública chivos expiatorios y cabezas de turco.
En términos más generales, debe considerarse que el asesinato del 31 de diciembre en La Palma es, según todos los indicios disponibles, el más reciente eslabón de una cruenta cadena de ajustes de cuentas y vendettas entre cárteles de la droga que expone, en conjunto, la precariedad o la ficción de lo que el Ejecutivo federal denomina la vigencia del estado de derecho: durante el año pasado ocurrieron, en diversos puntos del país, numerosos enfrentamientos que dejaron decenas o centenas de narcotraficantes muertos, sin que las corporaciones policiales de todos los niveles hayan sido capaces de poner alto a esa espiral de violencia. Por el contrario, en casi todas las ocasiones se ha descubierto que en las ejecuciones y balaceras de los narcotraficantes participaron ųcomo verdugos, como víctimas o como encargados de la coberturaų efectivos de los cuerpos de seguridad y procuración de justicia.
Por último, no debiera perderse de vista que si el gobierno pierde ante el narcotráfico hasta el control de los penales de "máxima seguridad" indicaría el tamaño de la derrota de la guerra contra las drogas en su configuración y concepción actual. También mostraría la necesidad imperiosa de reformular y repensar las estrategias oficiales ante las adicciones y para evitar la producción, el trasiego y el comercio de sustancias ilícitas.