La
violencia sexual es uno de los problemas de salud más graves a
nivel mundial, reconocida por Naciones Unidas como “todo acto de
violencia de género que resulte en, o pueda resultar en daño
o sufrimiento físico, sexual o psicológico de la mujer,
incluyendo la amenaza de dichos actos, la coerción o la privación
arbitraria de la libertad, tanto en la vida pública como en la
privada”.
En 1995 se realizó una investigación en el Hospital General
Manuel Gea González con sobrevivientes de violación, referidas
por el Centro de Terapia y Atención a Víctimas de Delitos
Sexuales de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal
para su atención.
En las entrevistas, las mujeres manifestaron que el miedo permea todas
las ideas, expresiones y actos de sus vidas, produciendo consecuencias
graves, desde fobias hasta la decisión de abandonar el trabajo (91
por ciento), a pesar de ser su único sustento. El miedo a la repetición
del hecho provoca una necesidad de huir, tanto de la memoria de la violación,
como de otro evento, percibido como probable y amenazante. Las mujeres
refieren la imperiosa necesidad del anonimato y de ocultar socialmente
el haber sido violadas; todas tienen la sensación de “estar
sucias” y sienten la necesidad de bañarse una vez que sobreviven
al hecho violento. Expresan una necesidad emocional y psicológica
de quitar todo tipo de rastros del violador. Incluso una de las mujeres
solicita: “Que me abran la vagina y me limpien de toda la porquería
que echó ése... ¿se puede?”.
Quién provoca la violencia
La culpabilidad producto de una violación va más allá del
hecho en sí, se acentúa desde las relaciones afectivas
y familiares, hasta las relaciones sociales.
Se trata de una percepción intensa y constante que se genera sobre
la idea de que la mujer violentada pudo “hacer algo para evitar la
violación”, que a su vez se vincula con la fantasía
de “haber hecho algo para provocar la violación”. Este
nudo emocional refleja, con toda su fuerza, el problema de género
de la violación: el mito de que la mujer que no quiere realmente
ser violada puede o tiene la capacidad de rechazar al violador e impedir
el hecho. La ideología, el discurso y las acciones de una sociedad
que contiene una concepción del mundo en el cual las relaciones
y posiciones de poder hombre/mujer son de dominación/subordinación
están profundamente incorporadas en las mismas mujeres.
En la práctica, la violencia contra la mujer, sea niña, adolescente
o adulta ha sido asociada con su condición de subordinación
al varón o, dicho de otro modo, a la dominación masculina.
Toda su vida –su papel social, su identidad, su cualidad reproductora– está atravesada
por una valoración centrada más que en su sexualidad, en
su sexo, en su genitalidad.
Cuando los hombres dicen a las mujeres: “no vales nada”, “esto
es lo que necesitas”, “te lo mereces”, las mujeres piensan: “ahora
ya no valgo nada”. La victimización que sienten las mujeres
violadas es uno de los modos más detestables de la subordinación
que la sociedad produce en las mujeres.
Cuando las mujeres violadas relatan y reflexionan sobre su experiencia,
también rememoran los sucesos que el hecho desató en su vida
afectiva de pareja. Una mujer dice: “después de unos meses
empezaron los problemas, él me dijo ‘hubiera preferido que
me engañes y no que ese tipo te haya hecho eso’”. El
discurso del varón es que otro hombre le quitó lo suyo
y no admite o reconoce a la mujer su derecho y el control sobre su propia
sexualidad.
Las mujeres entrevistadas expresan una intensa devaluación de su
ser como personas. El acento, sin embargo, está en el sexo, en la
sexualidad: “yo ya no valgo”, “nunca voy a ser la misma
como mujer”. Clara expresión de la brutal reducción
que muchas mujeres sufren desde niñas en la construcción
de su identidad, ya que su valor está centrado en su genitalidad
y, para muchas de ellas, en su virginidad. La violación les expropia
un bien invaluable: su pureza, su “pertenencia” a un hombre:
su valor como mujer en una sociedad de relaciones casi obligatoriamente
heterosexuales.
Tan común que ni preocupa
A pesar de que se han hecho importantes modificaciones en las leyes que
castigan los delitos sexuales, las mujeres siguen siendo presa frágil
de los resquicios que deja la ley, así como de la interpretación
y valoración de un o una juez. Si el universo de mujeres que denuncian
el delito de violación es de diez por ciento, 90 por ciento quedan
impunes. Si se pudiera estimar la magnitud de otros delitos sexuales contra
la mujer como el abuso sexual, la violación entre cónyuges,
la coerción, la violación equiparada, así como los
delitos sexuales contra los menores, se podría tener una aproximación
más cercana a la realidad de esta violencia de género y una
idea acerca de cuán violenta es esta sociedad para con las mujeres.
Si bien es ya un lugar común el decir “vivimos en la impunidad”,
esto es una realidad para las mujeres en su conjunto y el hecho de ser
mujer se convierte en un riesgo. Esta percepción genera miedo: de
salir a determinada hora, de viajar en transporte público o sola,
en el sitio de trabajo, de vestir de cierto modo, de expresarse, de lo
impredecible. Este miedo, enraizado en el pensar y en el actuar, limita
las expresiones de las mujeres, de su condición de ciudadanas.
Si bien las instituciones que trabajan a favor de la mujer y en la atención
de la violencia sexual han contribuido para crear conciencia entre grandes
sectores de la población y numerosas instancias gubernamentales,
es necesario un cambio profundo. Los esfuerzos, incluyendo el sector de
varones más progresistas, son por ahora insuficientes.
*
Profesora e investigadora de la UAM-I. El texto es una versión
editada del artículo “Violencia
y violación. Una reflexión sobre las mujeres jóvenes
y la impunidad”, publicado en la Revista de Estudios sobre Juventud,
año 3, no. 8, enero-junio 1999. |
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