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HUGO GUTIÉRREZ VEGA
DISCURSO DE AGUASCALIENTES (I de II)
En el terrible año de 1968 se inició la singladura del Premio de Poesía Aguascalientes. Desde entonces ha navegado por muchos ríos, lagunas y océanos. Nunca corrió el peligro de zozobrar, pero a veces tuvo que bregar para mantenerse a flote y llegar, en el aire de abril, al puerto seguro de esta ciudad que, como todos los años, nos regala su hospitalidad y la alegría de una feria que, en muchos aspectos, se hermana con el carnaval carioca. Cada celebración con su propio e inconfundible estilo, pero las dos como una forma de salirse, aunque sea por un rato, de la cárcel de las rotundas realidades.
Este premio viene del mundo de unos Juegos Florales (no los condenemos sin matizar) en los que participaron como jurado Alfonso Reyes, Enrique González, Martínez, Torres Bodet, Pellicer, Yáñez, Villaurrutia, Gorostiza, y Ali Chumacero, y que ganaron, entre otros, Rubén Bonífaz Nuño, Víctor Sandoval y José Carlos Becerra. Antes de escribir estas palabras celebratorias estuve viendo hermosas y amarillentas fotos de estrados luminosos, de reinas y princesas sorprendidas, chambelanes un poco alelados, poetas enfundados en smokings alquilados y mantenedores tan verbosos como el que hoy ocupa esta tribuna y los atosiga con sus elucubraciones. Muchos y muy buenos poetas salieron de los juegos florales (otros no tan buenos o francamente malos) que continuaban la bella tradición provenzal de la poesía en voz alta. Los despedimos por la sencilla razón de que su tiempo histórico ya había terminado, pero los vemos con añoranza y tratamos de justipreciarlos. Así lo entendió su capitán de altura ("oh captain, oh my captain", diría Walt Whitman) que fue y es Víctor Sandoval, y por eso lanzó a los "mares civiles" el buque de este premio que se ha convertido en la nave señera de la poesía mexicana de nuestro tiempo.
Son muchos y, en su mayoría, muy buenos los libros que ha entregado el premio en cada puerto de escala. Algunos de ellos han marcado un hito en la historia de nuestra poesía. Por esta razón, el premio no sólo promueve la escritura de poesía, sino también propicia el aumento en el número de los lectores que, tanto en México como en el mundo, es alarmantemente bajo. Se trata, en fin, de lo que Octavio Paz llamaba "un acto en la catacumba". Pero esto sucede en nuestro tiempo. En épocas pasadas la poesía era un acto en público y los pueblos escuchaban la voz de sus poetas. Así sucedía en la Edad Media y el Renacimiento, en la Grecia clásica, en el Imperio romano y en una buena parte del siglo xix. Después vino el silencio, las ediciones pequeñísimas y el ninguneo sistemático, cuando no la burla o la perplejidad ante algo que no forma parte de la vida y de los trabajos de la inmensa mayoría del grupo zoológico humano. Hay, por supuesto, excepciones: los enormes tirajes del Romancero Gitano, de García Lorca y de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda. Recuerdo, además, un recital de Jaime Sabines en Bellas Artes. Hubo un momento en el que Jaime olvidó unos versos de su poema "Los amorosos". El breve lapsus fue subsanado por el público que dijo en voz alta los versos que tenía tatuados en el corazón. Por eso pienso a veces que hay más lectores de poesía de lo que uno piensa. Y me atrevo a insinuar que este premio ha cooperado a aumentar el interés por la creación poética. Sirvan de prueba los numerosos poemarios aspirantes que el jurado debe analizar con la más minuciosa de las objetividades.
Decía López Velarde que "la poesía es el pasmo de los cinco sentidos". Esta afirmación entrega una responsabilidad enorme a los escritores de poesía, pues los obliga a practicar la sinceridad y a respetar la originalidad que brota de sus sensaciones. De esta manera, la poesía se convierte en un acto de amor y en el hallazgo cotidiano de nuevas formas, de palabras exactas y de materiales extraídos de la vida misma del que escribe. Salido el poema de sus manos se convierte, dice McNiece, en un "organismo autosuficiente, en una creación". Tal vez por estas profundas razones la pura pirotecnia verbal divierte un rato, pero, a la postre, se hunde en el inframundo de los actos fallidos o de las cosas carentes de sentido. Una buena parte de los libros premiados reúnen las condiciones ideales y aportan algo al conocimiento del mundo, a la expresión de las emociones y al descubrimiento de las nuevas formas de decir lo que Schiller llamaba, "las verdades poéticas".
Hace unos años recordaba, en esta misma tribuna, algunas de las afirmaciones de Montale sobre la inutilidad inmediata de la poesía. En este hecho hacía radicar el poeta italiano el carácter absolutamente necesario del acto poético. A esta altura de los tiempos y en el momento horrible y lleno de contradicciones que estamos viviendo, la poesía sirve para interpretar algunos aspectos de la realidad, para rescatar los valores humanos, hacer el instante lúdico que enriquece a la palabra, protestar por la injusticia, la desigualdad y la crueldad que cierran las puertas a la utopía humanística y dar sentido a las emociones que, como el amor, forman la parte esencial de nuestra herencia de seres empavorecidos y, al mismo tiempo, iluminados, pues, como decía Quevedo, el mundo nos ha hechizado.
(Continuará)
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