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VERÓNICA MURGUÍA
RUDOS CONTRA TÉCNICOS
Una de las virtudes de la estrafalaria educación que me dieron mis padres fue la posibilidad de formarme el gusto yo sola. Esto quiere decir que, en mi casa, sólo las faltas de educación más inmoderadas eran corregidas: sacarse los mocos, pegarle a alguien o robar. Entonces sí, mis padres intervenían con una energía digna del arcángel Gabriel. La falta de gusto era, en cambio, asunto de cada quien y mis padres solían encogerse de hombros ante nuestra evidente afición por lo kistch.
Yo tenía un gusto rarísimo: en cuanto me daban mi domingo, me precipitaba al puesto de periódicos a comprar una revista de box y lucha que se llamaba El Halcón. El señor del puesto, gran amigo mío, solía, además, regalarme las fotonovelas de Blue Demon y del Huracán Ramírez. Me imagino que le hacía gracia la flaquísima niña que fui, quien platicaba de llaves, máscaras y la víbora Incolaza, una boa mansa que acompañaba a un rudazo apodado tnt, y que tenía opiniones muy serias acerca del "pasillo de la muerte" –el tramo del ring al vestidor, en el que los luchadores corren mucho más peligro que durante el combate porque el público suele ser más agresivo que los luchadores. También hablábamos mucho de mis ídolos, un dueto apodado la Ola lila, compuesto por Sergio Sarabia y el Greco, quienes salían al ring vestidos con baby doll y pelucas afro moradas. Eran astutos y malvados, capaces de besar en la oreja al rival mientras le trataban de dislocar el hombro.
Mi amigo del puesto le iba a los técnicos, y su luchador favorito era el Santo. A él le parecía que los rudos eran gente cruel que golpeaba al rival cuando estaba en el suelo, y que malamente acuñaba llaves prohibidas destinadas a dejar al oponente medio muerto. Los dos sabíamos, eso sí, que la lucha tenía una cualidad operática de la que carecía el box, y que muchas de las baladronadas que los rudos acostumbraban eran gestos destinados a enardecer al público. Ambos nos sorprendíamos de la capacidad de los luchadores para aguantar los costalazos y nos preguntábamos muy seriamente por qué no se morían como moscas.
Esto fue años antes de que la cultura popular se pusiera de moda, que la excelente fotógrafa Lourdes Grobet registrara los combates y de que la lucha libre tuviera un lugar en los programas deportivos de la tele. Así, mi afición por la lucha fue muy solitaria. No encontré cómplices en la primaria conservadora a la que me mandaron. El único que prestó atención a mi interés fue mi hermano Rafael, con quien, ante la impotencia de la muchacha, luchaba sobre el colchón de la cama de mis padres hasta el día infausto en el que rompimos una pata de la cama. Él usaba una dizque máscara, hecha con una media agujereada, y yo, claro, apostaba la cabellera. Como nunca hubo réferi, siempre quedábamos empatados.
Una de las cosas que me gustaban de la lucha eran los nombres de los combatientes. En aquella época, los más famosos eran el Santo, Blue Demon, el Huracán Ramírez, Mil Máscaras, Tinieblas y el Rayo de Jalisco, quien añadía lo suyo a las cuotas de extravagancia en la arena porque le gustaba usar un sombrero de charro del tamaño de una antena parabólica.
Todo me parecía delicioso. El malo era, claramente, perverso. Se pavoneaba, rugía e insultaba a la afición. tnt, como ya dije, hasta le aventaba la víbora a los de la primera fila. El bueno era caballeroso, peleaba limpio, respetaba al réferi y saludaba al público. Muchos usaban capa, como los superhéroes. Además, en las películas, eran doblados –esto, naturalmente yo lo ignoraba– por actores de voz grave y serena. Cuando el Santo derrotaba a las momias de Guanajuato, a unos nazis que tenían el cerebro de Hitler guardado en un frasco con formol, o a las vampiras, yo lo creía. A mí no me daban miedo las películas de vampiros que sucedían en otros países. A mí me asustaban las que ocurrían en haciendas de Morelos porque Germán Robles me parecía un Drácula mucho más plausible que Bela Lugosi.
El mundo de la lucha representaba para mí el combate desigual entre el bien y el mal. Ya presentía que los malos son más arteros que los buenos, y que el bien, si conquista, triunfa con más esfuerzo porque le está prohibida la vileza.
Si la lucha me interesara todavía, le iría a los técnicos. En la vida real he visto ganar a los rudos con demasiada frecuencia y, la verdad, me tienen harta.
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