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SANTUARIOS SOBREVIVIENTES
Durante la primera escena de la película Le fabuleux destine dAmélie Poulin, de Jean–Pierre Jeunet, se nos informa que, el 3 de septiembre de 1973, Eugéne Colére debe tachar de su libreta telefónica el nombre de su mejor amigo, a quien acaba de acompañar durante su sepelio en París. Algo así ocurre a quienes hemos sido parroquianos de lugares donde la comida, el espacio y la atención de los meseros o de los cocineros se distinguen de los demás recintos, de aquellos concebidos exclusivamente para satisfacer la mera urgencia de llenar la panza, en lugares desagradables y con meseros aturdidos: de pronto, la nada, paf, el lugar ya no existe o cambió de dueño.
Cuando esos santuarios desaparecen (quiero decir que se murieron, parafraseando al narrador de Don Quijote), una mezcla de enojo e íntimo duelo produce el deseo de arrasar con aquello que reemplaza a la justificada querencia: muertos el Prendes y El Refectorio de la Capilla, metamorfoseado el Bremen (ahora parece cantina de yuppies, con grandes televisores, sin los viejos meseros ni la otrora calidad de su cocina alemana), desaparecidos los lugares parroquiales –tradiciones de barrio que también son vulnerables–, uno se pregunta por qué en Buenos Aires y Barcelona la tradición de un café o un barecito es parte del regocijo de asistir ahí, mientras que en México parece urgente lo contrario: extirpar las tradiciones y modernizarlas hasta no hallar cosa en qué poner los ojos que no sea recuerdo de la muerte.
Contra la funesta tradición prehispánica de cambiarlo todo periódicamente y destruirlo, aún sobreviven lugares cuya obstinación es motivo de análisis darwinistas pues, al cabo de cien años, sorprende que ese lugar ubicado en la calle de Uruguay, casi esquina con Bolívar, no haya cambiado su nombre por Tacos Bettys y se siga llamando Tacos Beatriz. Es despertar y que el dinosaurio siga ahí: las tortillas son verdaderas tortillas y los guisos para rellenarlas mantienen un sabor donde no se elude la infancia. Sin alcanzar la longevidad centenaria, persiste la lonchería Las Ramblas, en Motolinía, donde las tortas de bacalao producen niveles de felicidad casi rayanos con el balbuceo descrito por Juan de la Cruz en el Cántico espiritual. En un formato más amplio, lo mismo puede decirse de lugares como los cafés Tacuba, El Popular y La Blanca, la churrería El Moro, el restaurante El Cardenal, más los españoles como el Orfeó Català y el Casino Español. La lista corre el riesgo de convertirse en un acto de rolling names de no ser porque, aunque los nombres parezcan muchos, el gesto de Eugéne Colére se ha vuelto demasiado frecuente entre nosotros.
¿Será que uno busca el Pan Segura –en una de las esquinas de la Plaza del Carmen, en el Centro–, o la panadería La Ideal –en 16 de septiembre, esquina con Gante–, o las panaderías Elizondo por cuestiones de nostalgia y aferramiento al pasado? ¿No será que eso no es nostalgia sino gusto por el buen pan (dulce y salado), en las antípodas del industrializado? ¿No será que, por lo mismo, uno tachó El Globo en cuanto éste se volvió propiedad de Bimbo?
Dentro de la fidelidad hacia los santuarios que persisten, no puedo concluir sin mencionar las tortas de chorizo de las Tortas Fernandos (en Capuchinas, esquina con Insurgentes Sur) ni, sobre todo, a la taquería El Aloa, en la calle de Amores. En los años setenta del siglo pasado, ésta cambió de Xola (casi frente al teatro) a su ubicación actual por las ampliaciones de la avenida. Desde entonces, la infaltable pareja de dueños siempre preparó los tacos y las tortas, o sirvió las aguas y los postres, ateniéndose a un riguroso orden prusiano para atender a los clientes. Los tacos siempre fueron de distintos guisados, todos atendibles por parte del comensal; el agua de horchata, la capirotada y el arroz con leche nunca condescendieron a bajar sus niveles de calidad, pero el atractivo indiscutible del lugar siempre ha sido el impar taco (o torta) de pierna, preparado con una salsa que es secreto y sazón de la casa. Imposible pensar que el éxito del platillo haya propiciado la multiplicación del producto: desde hace más de treinta años siempre se prepara la misma cantidad, lo cual provoca su extinción entre las dos y cinco de la tarde.
Si los talibanes defeños han logrado destruir otros santuarios, alegrémonos de asistir a lugares como los mencionados: por sobrevivientes y darwinistamente aptos, aún no enfrentan las inminencias de la libreta de monsieur Colére.
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