CAMBIO CLIMATICO
CAMBIO CLIMATICO
Las empresas pueden lograrlo con ayuda de los gobiernos
Hoy día las empresas están entusiasmadas con el combate al cambio climático. Eso es bueno, pero tiene sus riesgos. Uno de ellos radica en el hecho mismo de que se trata de una moda. El tema del calentamiento global está en boga, y aunque las modas tienen la virtud de transformar los temas aburridos pero importantes en asuntos interesantes y de actualidad, son, por definición, transitorias. Las estrellas de Hollywood probablemente se aburrirán de sus autos híbridos Prius y los ejecutivos podrían cansarse de repetir los mismos clichés sobre el ambiente y cambiar a cualquier otro tema de responsabilidad social corporativa que atraiga la atención popular.
Otro riesgo consiste en la volatilidad de los precios del petróleo. Mientras más suban, mejores serán las perspectivas para reducir las emisiones de dióxido de carbono (CO2). Las acciones de las empresas dedicadas a producir energías limpias aumentaron de precio con el repunte del crudo en 2004-2005 y cayeron el año pasado, pero el precio de los hidrocarburos se mantiene en niveles históricamente altos, lo que da sustento al optimismo sobre las perspectivas de los negocios ecológicos. Se prevé que a largo plazo el precio del crudo se mantendrá por arriba de 50 dólares por barril, lo que sería favorable para las energías limpias, pero si llegara a desplomarse aquellos que han hecho grandes inversiones en energías renovables y otras alternativas a los combustibles fósiles podrían quedar como tontos.
El tercer riesgo es político. Las compañías que desarrollan proyectos para mejorar la eficiencia energética y otras alternativas dependen de subsidios y otros incentivos a fin de obtener buenas utilidades sobre sus inversiones. A menos que esos incentivos se incrementen, el auge de las energías limpias podría terminar en un fracaso.
Es poco probable que los consumidores incentiven a las empresas para que éstas se vuelvan ecológicas. Tal vez se sientan satisfechos al comprar productos que cumplen normas éticas, pero hay pocos indicios de que estén dispuestos a pagar más por ellos. Ni siquiera uno por ciento de los pasajeros ha aceptado la razonable propuesta de British Airways para colaborar en la reducción de las emisiones de dióxido de carbono en los vuelos de esa aerolínea (cinco libras esterlinas en la ruta Londres-Madrid, 13.50 libras en el vuelo de Londres a Johannesburgo). Tal vez ello se deba a que la gente es egoísta, o tal vez a que es suficientemente racional para darse cuenta de que sus decisiones económicas individuales no van a lograr diferencia alguna para el futuro del planeta. Nadie va a salvar un oso polar con sólo apagar la luz.
Sin embargo, la gente, en su condición de electorado, sí puede marcar la diferencia. El cambio climático es un problema colectivo, y sólo puede enfrentarse colectivamente. Los votantes pueden apoyar esta posición al elegir gobiernos que se comprometan a modificar las reglas para alentar a las empresas a que cambien su comportamiento.
Hay tres formas en que los gobiernos pueden convencer a las compañías de que reduzcan sus emisiones de dióxido de carbono: subsidios, normas y fijar un costo a la contaminación. Los subsidios son populares entre las empresas, que reciben los recursos; entre los ambientalistas, que creen que cualquier dinero destinado a combatir el calentamiento global está bien invertido, y entre los gobiernos, a los que les gusta gastar el dinero de los contribuyentes, quienes no suelen notarlo. Algunos economistas también defienden el otorgamiento de subsidios para ciertas tecnologías, a fin de impulsar su comercialización. Eso puede ser cierto en el caso de procesos grandes y arriesgados, como los de captura y almacenamiento de carbono. Sin embargo, los subsidios suelen ser ineficientes porque los gobiernos seleccionan las tecnologías y porque, una vez aplicadas estas subvenciones, es difícil derogarlas.
Una segunda alternativa para que los gobiernos desincentiven las emisiones contaminantes es fijar estándares para productos y procesos (por ejemplo, la imposición de requisitos de eficiencia energética en edificios o la prohibición de los focos incandescentes). Dichas normas son generalmente una mala idea, pues implican que el gobierno indique a las empresas cómo asignar recursos, algo que el sector privado suele hacer mejor que el Estado. No obstante, dada la incapacidad del mercado para acabar con el desperdicio de energía en los edificios y el interés de la sociedad en que esto se haga, probablemente valgan la pena en este caso.
No obstante, fijar un precio a la contaminación por CO2 es probablemente la mejor manera de abatirla. Esto puede lograrse por medio de un impuesto o de un sistema de intercambio de emisiones, como el que se aplica en Europa.
Un impuesto sería la mejor opción. A diferencia del sistema de intercambio de emisiones, que fija un límite a la cantidad de CO2 que puede emitirse y permite variaciones de precio, un impuesto fija un precio y deja que éste determine el volumen de contaminantes emitidos. La volatilidad del precio del carbono en Europa, donde ha fluctuado de más de 30 euros a unos cuantos centavos, se debe en parte a la falta de inversión en energías limpias, así que hay mucho que decir sobre la posibilidad de fijar un precio. No obstante, las perspectivas de cobrar un impuesto no son favorables. A las empresas -especialmente en Estados Unidos- la sola palabra les causa urticaria, y las cuotas que suelen asignarse a las compañías en las primeras etapas del sistema de intercambio de emisiones son un atractivo evidente para los negocios preocupados por el aumento de sus costos.
Cualquiera que sea la forma en que se fije el precio del carbono, la gran pregunta es si éste puede ser suficientemente alto para tener un efecto en el cambio climático sin descarrilar la economía mundial. De acuerdo con Richard Newell, de la Universidad de Duke, en Estados Unidos, los cálculos de los economistas sobre el precio del carbono podrían basarse en una concentración de CO2 de 550 partes por millón (nivel ampliamente reconocido como seguro) a fin de aplicar un rango de precios de cinco a 30 dólares por tonelada para 2025 y de 20 a 80 dólares por tonelada para 2050. El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (PICC) presentó cifras similares en su cuarto reporte, al comienzo de este año: de 20 a 50 dólares por tonelada para 2020-2030. Newell calcula que en Estados Unidos un costo de 20 dólares por tonelada de carbono incrementaría los precios promedio de la gasolina en 18 centavos (o 6%) por galón, y las tarifas de electricidad en 14%. Un precio de 50 dólares elevaría el costo promedio de la gasolina en 45 centavos (o 15%) y las tarifas de electricidad en 35%.
En la parte inferior del rango los costos no son gravosos e incluso en el segmento superior son manejables. El PICC calcula que los posibles efectos de un precio de 20 a 50 dólares sobre el PIB mundial para 2050 van de un ligero incremento a una reducción de 4%. El promedio es una reducción de 1.3%. Esto significa que el crecimiento anual promedio sería aproximadamente 0.1% menor al que se alcanzaría sin aplicar estas medidas.
Estas cifras parten del supuesto de que todo el mundo aplicará un precio al carbono, una presunción audaz si se considera que convencer a los países en desarrollo será una tarea sumamente ardua que no tendrá éxito a menos que los países ricos den el primer paso. Las naciones desarrolladas necesitan fijar un precio efectivo al carbono para demostrar a las economías emergentes que pueden hacerlo sin irse a la ruina. Esto no sería la solución al cambio climático, pero sería un comienzo.
EIU
Traducción de texto: David Zúñiga