Opinión
Ver día anteriorDomingo 22 de febrero de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La duda
E

l cristianismo es una buena idea; es sólo una lástima que nunca se haya ensayado verdaderamente: George Bernard Shaw. La duda (Doubt) no es, a la manera de tantas otras películas recientes, una denuncia sobre la intolerancia proverbial de la Iglesia católica, ni tampoco, estrictamente hablando, sobre los abusos sexuales cometidos por clérigos encubiertos por una alta jerarquía eclesiástica. Es algo mucho más complejo y más interesante. La obra teatral homónima de John Patrick Shanley, que él mismo dirige hoy y adapta a la pantalla, sitúa su acción en 1964, en la parroquia de San Nicolás, en el Bronx neoyorkino, justo en el momento de la más intensa discusión generada entre los feligreses por las posturas progresistas del segundo Concilio Ecuménico Vaticano.

Lo más destacable: la promesa de renovación moral resumida en las palabras del Papa Juan XXIII: Quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y los fieles puedan ver hacia el interior. En La duda, el sacerdote Brendan Flynn (Philip Seymour Hoffman) representa esta visión de apertura y tolerancia, cuando ante los fieles afirma que la duda puede ser un vínculo tan poderoso y estimulante como la certidumbre. Este lenguaje es simplemente herejía y veneno para los oídos de la muy tradicionalista hermana Aloysius (Meryl Streep), convencida de que dudar es lo mismo que pecar, y que el pecado es señal manifiesta de una debilidad de carácter. El enfrentamiento de estas dos posturas, de estos dos personajes formidables, es el asunto dramático de la película.

Cuando el dramaturgo escribe su obra teatral –distinguida con el Pulitzer y con cuatro premios Tony en 2005– la prensa internacional informa exhaustivamente sobre los abusos pederastas atribuidos a sacerdotes, empecinadamente negados o disculpados por la jerarquía católica. Remontando cuatro décadas atrás, Shanley sugiere la manera insidiosa en que la hermana Aloysius, con base en evidencias muy frágiles, intenta destruir la reputación y honra del padre Flynn atribuyéndole un supuesto abuso físico al menor afroamericano Donald (Joseph Foster), su monaguillo preferido. A diferencia de un melodrama de los años 60, La mentira infame (The children’s hour, de William Wyler, basado en la obra de Lillian Hellman), donde la diseminación de un rumor malévolo destruye la vida de una joven en un ambiente de puritanismo y homofobia, en la obra y cinta de Shanley es el manejo de la duda, a partir de una postura de rectitud moral, lo que crea un clima de linchamiento sicológico que atenta contra la estabilidad emocional del sacerdote.

Flynn es víctima de esa misma duda que él propugna como simiente de un espíritu crítico, que usada ahora contra él procura destruir su carrera eclesiástica en una implacable competencia por el poder. Ante los ojos de la monja intransigente, Flynn es culpable, no tanto de posibles abusos sexuales (disimulables siempre en virtud de una doble moral y del origen racial del afectado), sino de su inoportuna resistencia a la tradición y al dogma. La duda revela un minucioso ejercicio de revancha política en el seno de una institución religiosa, con dos fuertes personalidades midiéndose en el terreno de una confrontación violenta, y una joven monja (Amy Adams) de árbitro involuntario, testigo perturbado que asiste a la lenta quiebra de sus propias certidumbres. Un personaje más, la notable señora Muller (Viola Davis, madre del joven Donald), completa el cuadro de actuaciones, perfilándose como firme candidata al Óscar en la categoría de mejor actriz de reparto. Ella brinda una de las claves dramáticas más interesantes de la cinta, y también un punto de vista generoso y humanista.

Meryl Streep confiere al personaje de la hermana Aloysius una intensa carga dramática: cálculo y perfidia, obstinada renuencia a la generosidad, incapacidad de vacilación y duda, defensa aguerrida de la disciplina y el orden moral, todo concentrado en una frialdad inalterable y en su manera de entrecerrar los ojos, como si siglos de tradición dependieran de la firmeza de su andar y de la rigidez de sus gestos. Seymour Hoffman libra frente a ella una buena batalla actoral, con toda la ambigüedad y bonhomía que acredita y cancela a un tiempo las sospechas. Una cinta inteligente que en cada escena recrea y desdibuja con brío renovado las certidumbres que el espectador creía al fin tener a su alcance.