l atentado del pasado domingo en contra del gobernador de Chihuahua, José Reyes Baeza, en el que murió uno de sus guardias personales y dos resultaron heridos, es un hecho que arroja conclusiones alarmantes en torno al deterioro de la seguridad pública en el país.
Pone en evidencia, en primer lugar, un avance en la escala de violencia y en el grado de determinación con que se desempeñan las organizaciones delictivas: en los dos últimos años, éstas han transitado de las expresiones propias de conflictos intestinos (venganzas, disputas territoriales, ajustes de cuentas) y de confrontaciones con las corporaciones de seguridad pública a ataques como el que se comenta, en el que el objetivo fue, según los datos disponibles y a pesar de los intentos iniciales por minimizar el hecho, un personaje ubicado en el segundo nivel de mando en el país, sólo por debajo de la Presidencia de la República. Tal perspectiva genera un doble impacto en el conjunto de la opinión pública nacional: por un lado, da cuenta del poderío y la resolución del narco para desafiar a las más altas instancias del poder público; por el otro, muestra la vulnerabilidad en que se encuentran los funcionarios de todos los niveles, y con ello profundiza el sentir de desamparo, zozobra y temor en la ciudadanía ante una espiral de violencia e inseguridad que parece imparable.
La lectura del episodio es inevitable: si las corporaciones criminales son capaces de asesinar a un general del Ejército Mexicano o de armar un atentado homicida contra un gobernador estatal –por no mencionar a los numerosos comandantes y directores estatales y municipales de Seguridad Pública asesinados en los dos últimos años, ni de los centenares de efectivos policiales y castrenses caídos–, los ciudadanos de a pie no pueden guardar la menor aspiración a que el Estado sea garante de su integridad física.
Para colmo, algunos gestos equívocos de las autoridades han fortalecido la sensación de desamparo, la percepción de que el poder público abdica de su responsabilidad más básica y la idea de que, ante el caos violento, no queda más remedio que recurrir a la autodefensa.
Uno de esos gestos es el anuncio realizado por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) de que estudia la posibilidad de abrir armerías en distintas ciudades del territorio nacional, además de la que ya existe en el Distrito Federal, ante el interés de diversos sectores de la población por adquirir armamento para su protección.
Es claro que, en la circunstancia presente, hacen falta elementos que contribuyan a erradicar la violencia, no que la multipliquen, y que las instancias del poder público debieran refrendar, de cara a la sociedad, y con hechos más que con discursos, su compromiso con la seguridad pública, las leyes y el estado de derecho, y su disposición a hacer valer, en plena observancia de los derechos humanos, el monopolio estatal de fuerza y violencia legítima. En cambio, la postura de la Sedena perece orientada a promover en la ciudadanía una oleada armamentista que, cabe suponer, incrementaría el número de armas de fuego en las calles –al día de hoy más de dos millones de personas poseen licencia para portar armas cortas, según datos de la propia institución castrense–, y configuraría, de ese modo, un círculo reproductor de la violencia como el que ya parece prefigurarse en distintas regiones del territorio nacional, con los indicios de la existencia de grupos armados consagrados a la tarea de combatir, con medios propios, ciertas expresiones delictivas.
Por lo demás, el anuncio referido conlleva un mensaje implícito para la ciudadanía: la aceptación, por parte de las autoridades, de su incapacidad para dar seguridad a los ciudadanos, y es pertinente, por ello, rectificar. Hasta ahora el gobierno federal ha demostrado una alarmante falta de capacidad en la toma de decisiones con respecto a su política de seguridad, como lo muestra el que se haya empeñado en una guerra contra el narcotráfico
sin contar con organismos policiacos preparados para ese fin.
Promover el uso de armas en la ciudadanía sería un desatino mayúsculo, que podría llevar a México por una senda análoga a la recorrida por Estados Unidos, donde las millones de armas de fuego poseídas por particulares no han reducido la delincuencia, y en cambio se han traducido en incontables tragedias domésticas y en masacres escolares como las que periódicamente sacuden a la opinión pública del vecino país.
En suma, si las instancias gubernamentales no despejan con hechos esta percepción de desamparo que es, en gran medida, un desamparo real, y si no presentan a la sociedad una estrategia plausible de lucha contra la delincuencia organizada, el país corre el riesgo de situarse en los terrenos peligrosísimos de la protección por propia mano –y de ahí a la justicia por propia mano sólo hay un paso–, de la ley de la jungla y del sálvese quien pueda.