ras la histórica victoria electoral del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), Mauricio Funes, presidente electo de El Salvador, anunció que muy pronto se entrevistaría con Lula en Brasil. Si hay un líder a nivel latinoamericano al que he admirado, y sobre todo al que he visto con especial atención sus programas económicos para mantener la estabilidad macroeconómica de Brasil
, es Lula, dijo a la prensa. Estas palabras, unidas al llamado a firmar un nuevo acuerdo de paz, de reconciliación del país consigo mismo
, parecieron, a los ojos de los observadores, la confirmación de que la victoria de la izquierda no significaba, como pregonaban sus adversarios, el deslizamiento del FMLN hacia la esfera de influencia de Hugo Chávez, convertido por obra de la propaganda negra en el nuevo fantasma de la reacción latinoamericana.
Como sea, más allá de las esperanzas y los desafíos suscitados por el triunfo del frente, a 20 años de los Acuerdos de Chapultepec, el acercamiento de este país centroamericano a Brasil demuestra hasta qué grado, por contraste, la presencia de México ha venido desvaneciéndose como punto de referencia incluso para sus vecinos cercanos. Y no es que México hubiera renunciado a cierto liderazgo
(que en rigor ni se buscaba ni se ejercía), pero el abandono de algunos principios rectores, en combinación con la aceptación de una visión del mundo subsidiaria de la estadunidense, lejos de modernizar la política exterior la hundió en la mediocridad. Ni mejoró la relación bilateral con Estados Unidos (veáse el caso de la emigración) ni tampoco se favorecieron los intereses generales de México en Latinoamérica.
En cambio, Brasil, que sí quiere ejercer un liderazgo latinoamericano, sigue avanzando, al punto de que hoy por hoy el único presidente que puede hablar si no por todos, al menos por un importante grupo de países, es Lula. En cierta forma, el brasileño está haciendo una política que retoma (en un nuevo contexto, obviamente) la postura en relación con Cuba que le permitió a México preservar los principios y a la vez negociar con la gran potencia del norte. Al ser recibido por Obama en la Casa Blanca, Lula no desaprovechó la oportunidad para presentarse como una suerte de representante ex oficio de toda Latinoamérica, justo como le gustaría al Departamento de Estado que fuera si la realidad no se obstinara en ser más complicada. Allí, según la magnífica crónica de La Jornada, Lula se declaró convencido de que Estados Unidos puede, definitivamente, tener otra relación con América Latina. No queremos una Alianza para el Progreso, como en la década de los 60; no queremos injerencia en función de la lucha armada
, sino un nuevo entendimiento bajo una perspectiva de asociación, de contribución y no de intromisión, dijo Lula.
Y algo más: le pidió a Obama una aproximación a Cuba, Venezuela y Bolivia.
¿Y México? Mientras Obama se reúne con Lula, aquí prosigue la guerra verbal cruzada de un lado al otro de la frontera. México ha respondido con represalias económicas a la medida unilateral que prohíbe la circulación de transportes nacionales en ese país, sin dejar pasar los dichos de algunos funcionarios que vienen a cuestionar la capacidad del gobierno mexicano para ganar la guerra al narcotráfico. Obama, al parecer, no tiene prisa. Aún no designa al nuevo embajador y ha prometido varios planes para reforzar la frontera, atender los problemas planteados por la extensión de la violencia criminal y los reclamos de la parte mexicana en torno al trasiego de armas y el consumo de drogas. Sin embargo, a pesar de la magnitud de los asuntos que están sobre la mesa, no se advierte en la postura mexicana una línea coherente que permita, más allá de los incidentes del día a día, vislumbrar el futuro a través de la crisis actual. Se apuesta a combatir el proteccionismo, pero no hay una perspectiva que permita elaborar una nueva hipótesis sobre el libre comercio y la integración, temas cruciales que ya no se resuelven con la reiteración de los argumentos aprobados hace más de dos décadas.
Tampoco existe una propuesta estratégica hacia América Latina, como si la relación bilateral con Estados Unidos le impidiera a México asumir compromisos y responsabilidades que, en efecto, sirvieran para asegurarle el lugar que le corresponde
en el mundo, sin doblarse a las fantasías napoleónicas de aquellos que confunden sus intereses con los de la humanidad entera.