l deber del Estado de informar a su ciudadanía de todos y cada uno de sus actos, de oficio o a petición de parte, siempre será considerado un símbolo señero de buen gobierno. El derecho a la información, ahora instituido después de la reforma al artículo sexto constitucional de 1977 y precisado con la adición de su segundo párrafo en 2007, se ha visto, de preferencia, como una prerrogativa del ciudadano de obtener del Estado toda la información que desee o que le sea indispensable para tomar sus decisiones políticas o para preservar sus intereses. Creo que debería pensarse también en que la obligación de informar a la sociedad a la que se gobierna debe convertirse, asimismo, en sistema de gobierno: gobernar, informando.
Ello resultaría no sólo en el cumplimiento de un deber que deriva en el control de los ciudadanos por su conocimiento de los actos de gobierno, sino también en un autocontrol del propio Estado: informar para gobernar mejor. Parecerían meras ocurrencias si no constatáramos, día con día, que la falta de información en ambos sentidos, simple y sencillamente, está dando lugar a una creciente e imparable deformación de las funciones del Estado y a una atrofia de la democracia que tenemos. Informar por deber y por convicción desde el Estado nos llevaría a un fortalecimiento de la función pública y de la misma democracia.
No gobernar informando da lugar a las peores prácticas de gobierno, aun cuando se trate de un gobierno democrático que no ha acabado de conformarse como el nuestro. Simulación, opacidad, engaño y mentira, ocultamiento, cinismo, prepotencia, corrupción hasta la comisión de auténticos delitos como el tráfico de influencias, la compra de decisiones burocráticas y políticas, el robo y el saqueo y, en todos los casos, la violación flagrante de la ley son los resultados inevitables de la sucia práctica de gobernar sin informar. Para demostrarlo no hace falta escarbar mucho. Tenemos a la vista casos que lo muestran con toda claridad.
Arturo González de Aragón, al informar de la cuenta pública de 2007, nos abrumó con las monstruosas irregularidades que detectó en el gasto público de ese año (ya con Calderón) y que se tradujeron en un gasto del que no se sabe en qué fue, por 60 mil 723.6 millones de pesos (el último año del gobierno foxista el reporte fue de 33 mil millones de pesos). El auditor superior de la Federación no sabe a dónde fue a parar ese dinero, vale decir, que no encontró información al respecto. Leer el detallado relato que hace de las tropelías en el ejercicio del gasto, no sólo en lo referente al gobierno federal, sino en lo que toca a las asignaciones a los estados y los municipios deja los pelos parados de punta.
No hay más que ver cada uno de los departamentos del Estado y las decisiones que toman sus funcionarios para darse cuenta de que todo comienza, precisamente, en la falta de información o en una desvergonzada desinformación. Ya Gershenson, en su artículo del domingo pasado, denunciaba cómo en las concesiones a privados en la zona de Chicontepec, Tabasco y otras, lo que priva es la desinformación, cuando no la manipulación de la información que se puede constatar en las mismas cifras oficiales. Si se trata de la lucha contra la delincuencia organizada es lo mismo. Y, así, en todo lo demás.
Llama la atención el caso de Banamex-CitiGroup. Como es bien sabido, el reciente rescate bancario del presidente Obama deja en manos del gobierno estadunidense poco más de la tercera parte de los activos de ese grupo. Nuestras leyes dictan que eso no es permitido en nuestro país. El secretario que padecemos en Hacienda, el más inepto e ignorante de cuantos se puedan recordar, salió con la peregrina idea de que, visto que se trata de un rescate
y éste no está previsto en las leyes, se le daría a la situación un plazo inicial (¡para aplicar la ley!) de tres años y, si se necesita, de otros tres años. ¿Quién le ha dicho a Carstens que puede hacer a menos de la ley de esa manera? ¿Es que no tiene juristas y abogados en su equipo?
Habría que enseñarle a Carstens que la función del Ejecutivo consiste, justo, en ejecutar
las leyes que dicta el Legislativo y que no está autorizado, salvo en los casos que prevé el artículo 29 (invasión, perturbación grave de la paz pública o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto
), a anular, abrogar o poner entre paréntesis ninguna ley que le concierne cumplir sin condiciones. Veamos: el artículo 13 de la Ley de Instituciones de Crédito establece que, en tratándose de acciones O
y L
, consideradas estratégicas en la jerga bursátil, no podrán participar en forma alguna en el capital social de las instituciones de banca múltiple personas morales extranjeras que ejerzan funciones de autoridad
(es el caso del gobierno de Estados Unidos).
El artículo 18 de la Ley para Regular las Agrupaciones Financieras dice, en su artículo 18, lo mismo: no podrán participar en forma alguna en el capital social de la controladora personas morales extranjeras que ejerzan funciones de autoridad
. El secretario de Hacienda alegó en su descargo el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, diciendo que lo que disponía justificaba su proceder. Alguno de sus asesores debería dedicarse a estudiar el texto del tratado, pues encontraría que, en su anexo VII a las reservas, impone que “los gobiernos extranjeros y las empresas estatales extranjeras no pueden invertir, directa o indirectamente en sociedades controladoras…” y viene una retahíla de especificaciones.
Los gobernantes priístas de antaño no fueron ningún modelo para nadie, pero sabían cubrir sus actos con el cumplimiento (muchas veces sólo en apariencia) de las leyes que ellos mismos aprobaban. Los panistas de hoy piensan, evidentemente, que las leyes son sólo un adorno inútil y que se las puede usar como se quiera, tergiversar, ignorar o, incluso, anularlas cuando no dicen lo que les conviene. Los priístas jamás informaban gobernando; los panistas no gobiernan y menos informan.
El gobierno legítimo de López Obrador les está poniendo una muestra a todos ellos de lo que es hacer política informando. Por supuesto que no puede gobernar, pues no tiene el poder del Estado, pero todas sus tareas desembocan en un continuo y permanente esfuerzo por informar a sus millones de seguidores de todos los pasos que está dando y, sobre todo, de los que están dando sus adversarios, los cuales no hacen más que revolcarse en el lodazal de la arbitrariedad, la impunidad y la desinformación.