ay que decir que en estos últimos días se percibe en el ámbito económico internacional una doble sensación respecto al derrumbe económico que vivimos. Por un lado se ratifica la hondura que, al menos hasta el momento, se vive. Y por otro se empieza a mencionar la posibilidad de que pronto se toque fondo.
El último reporte oficial sobre la producción industrial de nuestros vecinos todavía indica una caída. Mayor, incluso que en meses anteriores. De febrero de 2008 a febrero de 2009 aquella cayó 11.16 por ciento. Con eso nos remontamos a los niveles de mediados de 2001 y de 2002, un retroceso de la actividad industrial de siete años.
Pero a las tasas negativas de los primeros meses de 1975 y de 1958, una dinámica no registrada en 25 y en 50 años, respectivamente. Pero si no sólo vemos el nivel y el dinamismo de la actividad industrial, sino el nivel y el dinamismo de la capacidad industrial ociosa, estamos en uno de los peores momentos de los últimos cincuenta años.
Sí, hace más de 50 años que la industria estadunidense no había operado con la tercera parte de su capacidad instalada ociosa, es decir, con una actividad de no más de 70 por ciento de una capacidad que –admírese– todavía creció en febrero, como seguramente lo hará en marzo y abril por la dramática inercia de la inversión. Y, sin embargo, no nos debe llamar a extrañeza empezar a escuchar o leer comentarios de analistas que descubren algunos indicadores que permiten pensar en que lo peor está pasando o a punto de pasar.
Desde el punto de vista del nivel de los indicadores económicos, que en unos meses más alcanzarán sus valores más bajos. Y desde la perspectiva de su dinamismo, que las tasas negativas que vengan serán cada vez menos negativas.
Si esto es así, en cuatro o cinco meses –aseguran– llegaremos a caídas o crecimientos alrededor del cero por ciento. Y casi enseguida a crecimientos positivos. Sólo que –para no confundirnos– deberemos recordar que esos crecimientos positivos se registrarán en relación con niveles muy negativos, justamente los que hoy vivimos. En buen romance estas ideas significan que a pesar de que se considere y acepte que algunos de los indicadores principales de la actividad económica pueden seguir descendiendo, lo harán a tasas cada vez menores.
Pero –de nuevo– si estudiamos y reconocemos –por ejemplo– que las caídas en la producción industrial, en la capacidad utilizada, en la compra de automóviles, en el inicio de la construcción de viviendas –para sólo señalar algunos de los indicadores que han registrado descensos drásticos– son muy grandes, parece difícil que luego de ocho meses de descenso sigan cayendo a tasas cada vez mayores. Por el contrario, da la impresión de que los descensos serán cada vez menores. Todavía descensos o caídas, pero menores respecto de los anteriores.
Sobre este punto hay mucha discusión y debate, tanto en los mismos Estados Unidos como fuera. Y este debate parece centrarse cada vez más en la hondura y en la duración de la contracción económica. Pero también en el papel que han jugado, juegan y jugarán los mercados financieros internacionales. Y –todavía más– en la evolución del crédito frente a la debilidad de los procesos productivos y del consumo.
Señal inequívoca y evidente de esta debilidad es el descenso severo de los índices bursátiles internacionales, encabezados por un Dow Jones que apenas a principios de este mes registró un nivel (6 mil 500 puntos) equivalente a la mitad del que tenía a finales de abril y principios de mayo del año pasado (13 mil puntos).
Y, sin embargo, este viernes cerró con un valor muy próximo a los 8 mil puntos, lo que da idea de cierta sensación colectiva de los llamados mercados respecto de la posibilidad de que se esté tocando fondo. Por cierto, este mismo viernes pasado, la cotización del crudo de referencia –el Intermedio de Texas– conocido por sus siglas en inglés como el WTI, cerró en 54 dólares por barril, luego de que a principios de julio pasado alcanzara 145 dólares. Más severa fue la caída de precios del petróleo que el índice Dow Jones. Y, sin embargo, también el crudo ya registra más de mes y medio de recuperación, pues a mediados de febrero pasado todavía se cotizaba en cerca de 35 dólares.
No obstante esta débil sensación de que el fondo de la crisis está por tocarse –o acaso por la debilidad de la sensación–, es indudable que las tasas de interés continúan drásticamente elevadas. No sólo en relación con sus niveles anteriores de hace un año, por ejemplo, sino primordialmente en relación con las tasas básicas actuales de los bancos centrales, la interbancaria de Londres y la del Tesoro de Estados Unidos a la cabeza.
Se trata de una evidencia clara no sólo de la siempre presente especulación financiera, sino de la desconfianza de los administradores mundiales del dinero en esa idea de que pronto se tocará fondo. Otra señal evidente de esto es la tremenda pérdida del valor de mercado de los derivados en el mundo. Solamente en el tercer trimestre la pérdida equivale a cerca de 25 por ciento de su valor en el trimestre anterior.
Por eso, y en la medida que los bancos son los controladores principales de esos derivados en el mundo, las tasas comerciales de interés no bajarán pronto, a pesar de las determinaciones de los bancos centrales, justamente por ese nivel de pérdida tan grande en el mercado de derivados. Son las leyes básicas de este capitalismo salvaje, de esta economía casino que se encuentra derrumbada. Nada más.