l presidente de Estados Unidos, Barack Obama, afirmó ayer que en nuestro país la violencia asociada al narcotráfico está fuera de control
y que, si bien no pone en riesgo la existencia de la administración calderonista, sí constituye una amenaza para las comunidades cercanas a la frontera sur estadunidense. Tras los recientes desencuentros verbales entre los gobiernos de ambos países, que parecieron superados durante la visita de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, a México, la afirmación hecha ayer por Obama podría generar una nueva escalada de desmentidos, negativas, precisiones y correcciones, y la relación bilateral, de suyo complicada, podría verse expuesta a un nuevo tramo de desgaste diplomático, independientemente de la voluntad política empeñada por ambas partes para lograr un ambiente propicio al diálogo y a la cooperación.
Parece difícil superar las diferencias conceptuales y declarativas en tanto el Ejecutivo federal mexicano siga negándose a reconocer el dato principal señalado ayer por Obama, es decir, que la violencia en nuestro país está fuera de control y que los organismos encargados de ejercer la autoridad del Estado no tienen capacidad para restablecer la paz y la vigencia del estado de derecho en extensas zonas del territorio nacional. Si al principio del actual gobierno se pretendió realizar demostraciones de fuerza mediante el despliegue de grandes y poderosos contingentes policiales y militares por diversas ciudades del país, actualmente, a más de 30 meses de iniciados esos alardes, y después de más de 10 mil muertes atribuibles a la violencia organizada, las movilizaciones de las fuerzas del orden público parecen más bien síntomas de debilidad e impotencia. Indicio de ello es el reciente envío a Ciudad Juárez de millares de efectivos castrenses sin que su despliegue en esa localidad fronteriza haya sido capaz de detener los enfrentamientos y las ejecuciones que denotan la presencia y la predominancia de los cárteles de la droga.
La divulgación masiva y reiterada de estadísticas para favorecer la imagen gubernamental en materia de seguridad pública y estado de derecho tiene, asimismo, un efecto contraproducente: las abultadas cifras sobre arrestos y decomisos de armas, estupefacientes, vehículos y otros activos de los grupos criminales, llevan a la opinión pública a hacerse una idea de las dimensiones y las posesiones de tales grupos y a una pregunta obligada: si después de los golpes demoledores publicitados por el gobierno la delincuencia organizada conserva capacidad de operación, su tamaño y poderío deben de ser mucho mayores de lo que las autoridades reconocen.
Más allá de percepciones, numerosas voces dentro del país advirtieron en su momento al calderonismo sobre el peligro de que su estrategia contra el crimen organizado resultara contraproducente y desembocara en un debilitamiento de las instituciones de seguridad, prevención y procuración y en una pérdida de control oficial mayor que la que se pretendía contrarrestar. Antes que en Washington, diversos analistas en México han venido señalando el cumplimiento progresivo de tales proyecciones y han llamado al Ejecutivo federal a que recapacite y rectifique su estrecha y limitada visión del problema de la delincuencia como asunto meramente policiaco-militar. Con tales precedentes, sería improcedente rasgarse las vestiduras cuando en los círculos del poder público del país vecino se hacen afirmaciones consistentes con la realidad mexicana del momento, por mucho que tales afirmaciones molesten al gobierno calderonista.
A su manera, los gobernantes estadunidenses han reconocido que las adicciones y el tráfico de armas hacia el sur de su frontera están fuera de su control. También lo está, cabe agregar, el narcotráfico mismo, habida cuenta de que la mayor parte de la droga que se despacha desde América Latina hacia el territorio estadunidense llega a manos de los consumidores, sin que las autoridades de Washington hayan podido o querido poner un freno a ese trasiego.
El problema de la delincuencia desbordada exige que, en ambos lados del río Bravo, se empiece a llamar a las cosas por su nombre y a reconocer la dimensión de los problemas sin falsos pudores ni regateos a la realidad. De otra manera, será difícil conseguir acuerdos sólidos y claros en la materia entre México y Washington, y la colaboración en el ámbito de la seguridad y la legalidad desembocará en un mero ejercicio de simulación y de cortesías verbales.