l presidente de Estados Unidos, Barack Obama, nominó ayer a la juez neoyorquina Sonia Sotomayor como aspirante para ocupar un lugar en la Corte Suprema de Justicia, en sustitución del magistrado David Souter, quien desempeñaba el cargo desde 1990. De tal forma, y en caso de ser avalada por el Senado –algo que en principio no parece complicado, dada la integración mayoritariamente demócrata de esa instancia legislativa–, Sotomayor podría convertirse en la primera magistrada de origen latino en asumir un asiento en el máximo órgano judicial del vecino país.
Cabe señalar, por principio de cuentas, que la nominación de la juez de ascendencia puertorriqueña conlleva un mensaje destacable de sensibilidad del mandatario estadunidense hacia las transformaciones experimentadas en las décadas recientes por la sociedad de esa nación y, en particular, de reconocimiento a la importancia y al peso político, social y cultural que hoy día tiene la llamada población hispana
en Estados Unidos, donde, de acuerdo con datos de la Oficina del Censo, viven alrededor de 47 millones de personas –es decir, uno de cada seis habitantes– de origen latino.
Al mismo tiempo, con la designación de Sotomayor –identificada con el ala liberal
de la justicia estadunidense y en cuyo currículo destacan fallos en contra de la discriminación racial y en favor de la protección social de los sectores menos favorecidos–, Obama responde a las nominaciones de los jueces Samuel Alito y John Roberts, hechas por el ex presidente George W. Bush durante su administración, que en su momento fueron interpretadas por distintos analistas como concesiones a los sectores más conservadores de la clase política y la sociedad del vecino país.
No puede obviarse, por lo demás, que la juez neoyorquina llegará, en caso de obtener la aprobación senatorial, al órgano principal de un sistema de justicia desvirtuado en lo político y lo moral, como saldo del rosario de tropelías y aberraciones jurídicas consumadas y legalizadas en el contexto de la desastrosa era de George W. Bush al frente de la Casa Blanca. Cabe recordar, como botón de muestra, que apenas la semana pasada los jueces del Tribunal Supremo rechazaron, por mayoría, iniciar un juicio en contra de dos altos funcionarios de la pasada administración (el actual director de la Oficina Federal de Investigaciones, Robert Mueller, y el ex procurador general John Ashcroft), quienes habían sido acusados de diseñar una red de reclusión y abuso en contra de sospechosos de terrorismo en los años posteriores a los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington.
Esta determinación significó, de cara a la opinión pública nacional e internacional, un desgaste adicional en la imagen del máximo órgano de justicia estadunidense, por cuanto exhibió a la mayoría de sus integrantes como garantes de la impunidad de presuntos responsables de crímenes de lesa humanidad, y resultó, por añadidura, nocivo para la credibilidad del proyecto político de Obama, cuya consigna principal ha sido, desde antes de su llegada a la Oficina Oval, en enero pasado, el cambio y la renovación moral de Washington en los ámbitos de la política interna y externa.
Con estas consideraciones en mente, la designación de la juez Sotomayor como integrante de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos constituye –por su origen racial y, sobre todo, por su perfil profesional– un hecho plausible y esperanzador. Cabe esperar que la magistrada se desempeñe con la sensibilidad y el espíritu de justicia y legalidad que requiere el cargo, y que contribuya a revertir la pésima imagen internacional –ganada a pulso– de la justicia de su país.