yer, tras un operativo en el que participaron elementos del Ejército y de la Policía Federal Preventiva (PFP), fueron detenidos más de 30 policías estatales y municipales de Nuevo León, en el contexto de una investigación que involucra a cuando menos 70 elementos de corporaciones policiales de aquella entidad que, según las autoridades federales, podrían estar involucrados con el crimen organizado.
Tales hechos ocurren a una semana del arresto en masa de una treintena de servidores públicos –alcaldes, funcionarios del gobierno estatal y un juez– en Michoacán, episodio que sigue generando suspicacias y cuestionamientos en la opinión pública y que ha puesto en evidencia serias irregularidades cometidas al amparo de la actual política de seguridad del gobierno federal. A las deficiencias que plagaron estas detenciones –llevadas a cabo sin dar aviso a las autoridades estatales y sin presentar órdenes de aprehensión, es decir, con severas violaciones al pacto federal y a las directrices legales vigentes– se suman ahora los señalamientos en torno a que, al menos desde 2007, la Procuraduría General de la República (PGR) investigaba los supuestos vínculos del poder público en Michoacán con la organización criminal conocida como La Familia, situación ante la cual es inevitable preguntarse por qué el gobierno federal decidió actuar hasta ahora. Adicionalmente, y si es verdad que la PGR cuenta con indicios sólidos
de la responsabilidad penal de los detenidos –como afirmó el pasado viernes el titular de la dependencia, Eduardo Medina Mora–, no es fácil entender que ningún juez haya aceptado librar las correspondientes órdenes de aprehensión. Cabe preguntarse, asimismo, qué credibilidad podrán tener las declaraciones de los inculpados, obtenidas tras 40 días de arraigo. y habida cuenta de las denuncias en torno a las presiones a que están siendo sometidos.
Por añadidura, lo ocurrido en Nuevo León pareciera prefigurar una tendencia del gobierno federal a realizar esta clase de operativos –o, al menos, a llevarlos a cabo con mayor despliegue publicitario– mayormente en las entidades gobernadas por la oposición. Esto último alimenta la percepción generalizada de que estas medidas no obedecen a criterios de combate al crimen organizado y a una voluntad de esclarecer los vínculos entre éste y el poder público, sino que tienen la intención de posicionar electoralmente al partido en el poder, Acción Nacional (PAN), y desvirtuar a las fuerzas partidistas adversarias, al presentarlas como proclives a dejarse infiltrar por la delincuencia organizada.
Otro aspecto criticable de estas detenciones de servidores públicos en masa es el hecho de que estén encabezadas –aunque con apoyo de efectivos militares– por una corporación policial que, como es el caso de la PFP, ostenta severos daños en su credibilidad, consecuencia de acusaciones recientes que vinculan con el narcotráfico a una parte del entorno cercano al secretario de Seguridad Pública (SSP) federal, Genaro García Luna. Baste recordar que el año pasado, en el marco de la denominada Operación Limpieza, la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) inició una serie de investigaciones en contra de funcionarios federales por presuntos nexos con el crimen organizado, entre los que destacan cercanos colaboradores del titular de la SSP: Víctor Gerardo Garay Cadena, ex comisionado interino de la propia PFP; Francisco Navarro Espinosa, ex director general de la Coordinación de las Fuerzas Federales de Apoyo de esa misma corporación; Ricardo Gutiérrez Vargas, ex director de la Interpol-México; Enrique Bayardo del Villar, inspector adscrito a la Sección de Operaciones de la Policía Federal, y Mario Arturo Velarde Martínez, ex secretario particular de García Luna cuando éste se desempeñaba como titular de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI).
Con tales antecedentes, nada garantiza a la sociedad que la PFP esté más limpia
que los cuerpos policiales estatales y municipales a los que ahora pretende depurar. Por el contrario, si el grado de infiltración de la delincuencia es semejante en todas las corporaciones de los tres niveles de gobierno –y hay razones de sobra para suponerlo–, es posible que se esté asistiendo, por medio de esta clase de acciones, al desarrollo de una lucha encubierta e indirecta entre cárteles del narcotráfico.
Durante los últimos 29 meses, el gobierno calderonista ha insistido en demandar el respaldo de la sociedad a sus estrategias contra la delincuencia, pero le ha faltado, para conseguirlo, un mínimo soporte de credibilidad: la ciudadanía desconfía de todas las policías del país, y no sólo por los datos de corrupción y descomposición, sino también por los abusos, los atropellos y la falta de apego a la legalidad con que éstas han actuado, en distintos puntos del territorio nacional, en lo que a veces parece, más que un combate estructurado contra la delincuencia, un afán de lucimiento mediático y político y un programa para intimidar a la población.