El baño de Frida
Martes 9 de junio de 2009, p. 8
Fuera de todo impulso fridomaniaco, las fotografías blanco y negro (nitrato de plata o platino) que se exhiben en la galería López Quiroga, representan para el espectador, sea conocedor o amateur, un testimonio estético inédito.
Graciela Iturbide, multipremiada fotógrafa, no glosa
motivos fridescos, mas que en una de las tomas.
Sus encuadres son sobrios, contundentes, meditados y se antoja que algunos de ellos se inspiran en Giorgio Morandi, ese pintor medio ascético que prescindió de toda intención de estar al día
dedicando su vida a la exploración formal de las cosas inertes, aunque practicó el paisaje y también se autorretrató.
Los implementos médicos, ortopédicos, etcétera, que fueron develados en la Casa Azul junto con el archivo, trabajo que con traspiés tomó años, como pueden atestiguarlo Carlos Philips Olmedo e Hilda Trujillo, redundó en exposiciones y libros cuyo consumo está garantizado por tratarse de Frida, ilustrada mediante imágenes, independientemente, me temo, de los textos que las acompañan, con los que contribuimos quienes fuimos invitados a escribirlos.
En casos como éste, lo que más importa es mirar el libro. Pero las fotografías que ahora se exhiben, en edición numerada, no corresponden más que en iconografía con la contribución de la propia Graciela al apartado Una visión de Frida
, ilustrada en el volumen publicado por el Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, coordinado por las hermanas Rosenzweig: El ropero de Frida.
La exposición que comento no tiene que ver con ese libro, por bueno que sea. Su función es estética, no sólo testimonial. Hay dos vistas de exteriores de la casa-estudio, tomadas desde el patio. Producen cierto efecto ominoso, como si avisaran al posible visitante acerca de las disposiciones Unheimliche
(conocidas, familiares y a la vez angustiantes, incluso algo terroríficas) con las que se topará en el interior.
Ese es el efecto que las tomas del baño producen, realzado además por la elegante distribución de objetos y elementos, en sí, nada elegantes.
En la fotografía del menaje médico, el interruptor de luz, es elemento sine qua non, lo mismo que la barra del toallero vacío; el corset ortopédico es de hierro y cuelga de una percha. Aparte del clavo a la derecha, nada más hay.
Otro corset, esta vez de cuero destaca oscuro sobre el muro enjabelgado. La parte más luminosa corresponde a la traba de tela blanca que ajusta las correas; en distinta toma reaparece desplegado, colocado en la penumbra, como si fuera una araña enorme.
La pieza que más me recuerda a Morandi es la que capta tres recipientes de peltre, de los que se usaban para practicar lavativas, entrelazados por sus respectivos cables negruscos. Es una toma económica
de gran belleza plástica. ¿Cómo es posible decir esto?, la verdad no sé, pero así me lo parece.
De menos impacto, pero igualmente valioso, aquí como testimonio, es la toma del cartel de la vida intrauterina reflejada en un vidrio oscuro, ostenta el nombre del médico que lo ideó: Dr. G.H. Michel & Co.
La tina es objetivo frecuente, es la misma que aparece en la pintura que fascinó a André Breton: Lo que el agua me dio.
En una es sólo el ángulo, acompañado de otro elemento ortopédico que cuelga de las llaves del agua. Allí se ve el polvo del tiempo acumulado en el esquinero.
En otra pieza la tina contiene una sola muleta y el retrato de Stalin en inestable posición de rombo. Creo que el arreglo alude a intención simbólica por parte de la fotógrafa, igual que el par de muletas anexadas en el vértice, que al dispararse hacia arriba hacen una V
. Se ve la ventana, que es aquí fuente de luz.
El claroscuro, muy matizado, es otro elemento a destacar y en varias de las tomas los muros cubiertos de azulejos blancos ofrecen con su sencilla geometría en retícula el contrapunto a otros elementos.
No podía faltar la solitaria prótesis que remata en un botín con agujetas, ni la glosa, aquí sí casi directa, del cuadro ya mencionado.
Se ven los pies, de frente, a uno y otro lado de la coladera, divididos por la cadena del destapador. Se compaginan con las dos llaves en cruceta y con el tubito emisor de agua que asume función fálica, aunque el agua está ausente.
La cajita de Demerol sin fecha de caducidad
dio origen a una espléndida fantasía hipnótica del escritor Mario Bellatin, que integra el libro conmemorativo de dos secciones invertidas, con esquineros y canto negro, diseñado por Daniela Rocha.