esde hace algunas semanas entre nosotros discutimos y nos devanamos los sesos acerca de las elecciones del próximo 5 de julio. Pero, a diferencia de lo que ocurre normalmente en estas épocas, antes de decidir por quién vamos a votar, nos hemos puesto a pensar si realmente queremos votar, porque al hacerlo estamos delegando nuestra voluntad y nuestra representación a un partido y a un personal político que no han hecho nada por ganarse nuestra confianza. Todo lo contrario. Desconfiamos de ellos por el comportamiento indigno de muchos legisladores, que se han creído que el recinto de la Cámara es la Arena México; por la incapacidad de no pocos de concentrarse en estudiar y entender los problemas de sus electores, atender sus demandas, ofrecer soluciones viables; el desenfado con que reforman la Constitución y otras leyes; por la reputación que se han ganado como agentes de poderosísimos intereses privados. Es tan mala su reputación que cuando se les vincula con el crimen organizado, muchos lo creen, aun sin ninguna evidencia. Por todas estas razones no son pocos los casos en que nos avergüenza identificarnos como simpatizantes de un partido o de un candidato, o que nos asocien con alguno de ellos.
A diferencia de lo que piensan muchos que así lo han expresado, el movimiento por la anulación del voto no es un problema de los votantes; no somos nosotros los que carecemos de actitudes democráticas o de compromiso con nuestras instituciones. Responsables de nuestro rechazo son los partidos que han actuado con una ligereza de adolescentes y se han repartido, y pretenden seguir repartiéndose, el pastel del poder, aunque en el camino hayan debilitado al IFE, al Poder Legislativo, a la administración pública y a prácticamente todas las instancias de gobierno. No hay más que pensar en la cesión de la Lotería Nacional –y de la subsecretaría de Educación Básica– al liderazgo del SNTE; la distribución partidista de las posiciones en el IFE, o la pertenencia al PAN como condición para ingresar al servicio público que –en consecuencia– ha sido privatizado.
Los partidos son responsables de las imágenes y las opiniones adversas que cuestionan su compromiso con los ciudadanos. Hace unos días, el periódico Le Monde hablaba de la orfandad en que las izquierdas europeas habían dejado a sus electores, engolosinadas en sus conflictos internos y en un perpetuo proceso de fragmentación. La misma figura podríamos aplicarla a votantes mexicanos que, dado el ensimismamiento de los partidos, hemos quedado a merced de sus intereses, de sus vanidades y de su mezquindad que exhiben sin escrúpulo. Peor todavía, si la política es un espectáculo, los ciudadanos nos hemos visto reducidos a la condición de voyeurs a quienes les toca nada más mirar el reality show que protagonizan nuestros políticos. En estas circunstancias el voto de castigo –por ejemplo, sufragar por la oposición al partido en el poder– no funciona, porque ninguno de los partidos, ni grande ni chico, escapa a esta condición.
Lo más revelador del estado deplorable en que se encuentra nuestra democracia es el hecho de que las primeras provocaciones que nos llevaron a preguntarnos si estábamos dispuestos a entregar nuestro voto a los partidos provinieron de las jóvenes generaciones. Mujeres y hombres menores de 30 años empezaron a cuestionar el para qué del voto, casi como un reproche generacional: los jóvenes no están dispuestos a recibir pasivamente la democracia contrahecha que queremos entregarles. Para ellos, ante un escenario partidista desolador, no hay argumentos en favor de tomarse el trabajo de votar, pero los hay para llevar a cabo un acto de protesta. Así nació, por una parte, la propuesta de anular el voto y manifestar la irritación que nos producen partidos, diputados, candidatos y campañas bobas; por la otra, en cambio, se pensó en presentar una candidatura independiente que exprese un rechazo a todo lo que nos ofrecen hoy día los partidos, pero como no está permitida por la ley, tendrá el mismo efecto que la primera opción: conducirá a la anulación del voto.
Estas opciones han impulsado un movimiento de opinión más o menos amplio; al menos lo suficientemente importante como para inquietar a los partidos. ¿Cuál es la amenaza? Después de todo, con que reciba un voto cualquiera de los candidatos llegará a la Cámara. En la medida en que sospechamos que es lo único que les importa, debe serles indiferente el número de sufragios; muchos candidatos habrá que incluso cuentan con el abstencionismo para ganar. Entonces, ¿por qué están tan alarmados?
Las razones de la preocupación me parecen evidentes. Supongamos que, como lo indican algunas encuestas, el voto nulo alcanza 10 por ciento del total de sufragios emitidos. Si a este resultado le sumamos 60 por ciento de abstencionismo previsto, una tasa normal en comicios para la renovación de la Cámara, tendríamos solamente 30 por ciento de participación efectiva. ¿Cuál sería la fuerza de las decisiones de legisladores con una representación así de reducida? ¿Qué tan comprometidos nos sentiríamos los ciudadanos con las leyes que votaran? Muchas de ellas podrían ser revertidas en el futuro con el argumento de que habían sido la obra de una Cámara inexistente, una Cámara huérfana de ciudadanos.