Opinión
Ver día anteriorLunes 15 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El Foro

El cielo, la tierra y la lluvia

Foto
Fotograma de El cielo, la tierra y la lluvia
E

l documentalista chileno José Luis Torres Leiva (Ningún lugar en ninguna parte, 2004; El tiempo que se queda, 2007) propone en su primer largometraje de ficción, El cielo, la tierra y la lluvia, un laborioso ejercicio de contemplación de la naturaleza. El lugar elegido es una pequeña isla al sur de Chile, azotada por la lluvia, envuelta en una bruma espesa, capturada a finales de otoño, en medio de su modesta actividad portuaria. Se observa el ir y venir de los ferrys de la isla al continente, y también los desplazamientos continuos de los personajes femeninos, en largos planos secuencias, tomados casi siempre de espaldas, con el registro a un nivel apenas audible de conversaciones muy parcas.

Ana, una joven taciturna de apenas 30 años, se ocupa de su madre, inmovilizada en el lecho, aquejada al parecer de una enfermedad terminal. Su amiga Verónica, su única confidente, le procura un empleo de doméstica con Toro, un hombre ermitaño, cuando la joven es despedida de su empleo de dependienta en una tienda. Ambas tienen una amiga en común, Marta, quien padece una prolongada depresión que amenaza con llevarla al suicidio, y de la que apenas pueden rescatarla.

Todo transcurre en una parsimonia singular y el espectador debe, por cuenta propia, llenar los múltiples paréntesis de la trama minimalista; deducir, por ejemplo, los motivos de esa depresión aguda que aqueja a Marta, los sentimientos de frustración y deseo entre Ana y Toro, su patrón enigmático; el papel que desempeña Verónica en esa relación extraña, y la naturaleza de la postración de la madre de Ana y su desenlace incierto.

Con escasas líneas de diálogo, el director consigue transmitir el peso de la soledad que comparten los cuatro personajes centrales y, más aún, brindar un reflejo elocuente de sus sentimientos en el juego visual de los elementos naturales a que alude el título de la película: aire, agua y tierra.

Esta presencia de la naturaleza, como fuerza rectora de un relato apenas esbozado en sus grandes líneas, es característica de un cine que en Latinoamérica ha cobrado fuerza inusitada, el de Carlos Reygadas (Luz silenciosa), por supuesto, pero también el de Paz Encina en Hamaca paraguaya (2006), donde el compás de espera de dos ancianos, cuyo hijo ha partido a la guerra, está marcado simplemente por los sonidos naturales, por el rumor del viento o por una lluvia intermitente.

Estas propuestas eminentemente plásticas, vinculadas más con el poder de contemplación que con las exigencias del relato tradicional y su cadena de acciones lógicas, no siempre son del agrado del público mayoritario, e incluso espectadores cautivos del cine de autor manifiestan impaciencia al respecto.

La condición para un disfrute efectivo de la cinta es apreciar el delicado juego de las actuaciones, en particular el de Julieta Figueroa como la joven Ana; gozar una fotografía particularmente sobria, muy en deuda con el impresionismo pictórico, y abandonarse al ejercicio de descubrir las claves del relato y sus reductos secretos, sacar unos a la luz, dejar otros en la sombra. Un ejercicio desacostumbrado en el cine comercial, y que en esta cinta chilena resulta estimulante.

Se exhibe hoy en la Cineteca Nacional a las 12, 16, 18:15 y 20:30 horas, y mañana a las 13, 16:30, 18:45 y 21 horas.