e acuerdo con información del Banco Mundial, los precios actuales de maíz y arroz –alimentos de capital importancia en países pobres del mundo, principalmente en América Latina y Asia– son 50 y 115 por ciento más altos, respectivamente, que el nivel que tuvieron hace tres años. Significativamente, estas alzas se producen a pesar de que en meses recientes se ha reportado una disminución en las cotizaciones internacionales de granos y otros productos alimenticios.
Esos incrementos han ido acompañados de un crecimiento sostenido en el número de pobres, que ha sido, según el mismo organismo, de entre 130 y 155 millones de personas en los dos años recientes, atribuible a la superposición de la crisis alimentaria, el incremento en los precios internacionales de los combustibles y la recesión económica mundial. El resultado de la conjunción de estos dos factores –incremento en los precios de alimentos y aumento en el número de pobres– se refleja en las cifras difundidas anteayer por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés), según las cuales una de cada seis personas padece hambre en la actualidad.
Es inevitable observar, en el presente escenario mundial de hambre y pobreza, los efectos nefastos de una política global que impide a países como México garantizar las necesidades básicas de sus poblaciones en materia alimentaria, y cómo las deja, en cambio, a merced de los vaivenes del mercado y, en muchas ocasiones, de la ambición de los especuladores.
El acatamiento de las directrices dictadas por organismos como el Fondo Monetario Internacional y el propio Banco Mundial en las últimas décadas ha llevado a los países en desarrollo a desmantelar el apoyo estatal a la pequeña agricultura, a terminar con los incentivos a la producción y el consumo interno, y a renunciar al principio de soberanía alimentaria.
En el caso de México, esto se ha traducido en la adopción, por las administraciones recientes, de una política agrícola que propicia el abandono sostenido de los entornos rurales y el empobrecimiento de sus habitantes. El campo padece hoy las consecuencias de décadas de abandono presupuestario –los recursos asignados a ese rubro son absorbidos por un puñado de grandes agroexportadores– y de un proceso de apertura indiscriminada del mercado interno a través del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, mecanismo que ha provocado, además, que nuestro país sea cada vez más dependiente de los productos extranjeros.
Ante tal circunstancia, y de cara a la necesidad de revertir las deficiencias estructurales que acusa el país en materia alimentaria, la administración calderonista sigue sin dar muestras de tener rumbo e ideas claras. Hasta ahora, al igual que ha ocurrido en decenas de países, las acciones del gobierno ante la crisis han estado circunscritas al ámbito financiero –con dudosos resultados, por cierto– y poco o nada se ha hecho para atender el impacto social de los descalabros económicos nacionales e internacionales, que se traducen en zozobra y sufrimiento generalizados en la población.
Por añadidura, y a pesar de la evidente necesidad de garantizar, antes que todo, el acceso de los mexicanos a los nutrientes necesarios para vivir, el gobierno ha incurrido en el absurdo de comprometerse con la producción de biocombustibles –particularmente el etanol– a partir de granos básicos. Tal intención es en sí misma un despropósito en un país con más de 40 millones de pobres y que importa casi 30 por ciento del maíz que consume, y es de suponer que de concretarse, implicará el desplazamiento de los cultivos destinados a la alimentación, la reducción y el mayor encarecimiento del suministro de alimentos y las correspondientes afectaciones al conjunto de la población, comenzando con las familias más pobres.
El país requiere, en la circunstancia actual, la recuperación de sus capacidades productivas en materia agrícola y eso no se logrará a menos de que existan las políticas de impulso al desarrollo agrícola y a los pequeños productores. El hambre en el mundo no podrá ser abatida mientras se deje fuera la agricultura de los procesos de negociación comercial, y no se adopten y apliquen directrices agrarias con sentido humano, que ayuden a la construcción de naciones viables y autosuficientes, con capacidad para dar de comer a sus habitantes.