a tormenta tropical Andrés, que afecta las costas de Guerrero y otras entidades del Pacífico –ya causó un muerto en Tecpan de Galeana y ameritó la evacuación de 200 personas en Acapulco–, se convirtió en huracán en la tarde de ayer. Además, las lluvias intensas han causado afectaciones de distinta magnitud en Oaxaca, Hidalgo y Chihuahua.
Es el comienzo de una temporada de fenómenos naturales que pondrá otra vez a prueba los sistemas de protección civil, en los tres niveles de gobierno, en una situación económica y social por demás difícil debido a la crisis mundial, que en nuestro país ha impactado en forma especialmente severa por la dependencia comercial hacia Estados Unidos y por décadas de políticas económicas que han desmantelado el aparato estatal, han dislocado cadenas productivas y tejidos sociales y han dejado aún más desprotegida a la mayor parte de la población. Por si algo faltara, la epidemia de influenza detectada en abril pasado en territorio nacional causó una severa afectación a la economía en general y, en particular, a las finanzas de las personas y familias que viven al día. En suma, los fenómenos meteorológicos de este año se abatirán sobre vastos sectores endeudados y acosados por la carestía, el desempleo y la caída de los ingresos.
Sería iluso suponer que esas circunstancias no harán más grave la destrucción que, año con año, provocan los huracanes y las tormentas tropicales, y más arduas las tareas de reconstrucción, una vez que pasen.
Mientras que el gobierno federal se mantiene empeñado en una dudosa guerra
contra la delincuencia organizada –dudosa porque ésta, después de más de 10 mil muertos, no da signos de perder el enorme poder que ha acumulado–, la pobreza y la miseria se multiplican y se degrada la capacidad de los organismos estatales para prevenir y reaccionar ante accidentes y catástrofes.
En los años recientes, la opinión pública nacional se ha visto conmocionada por la crisis, por el cruento afán de acabar con el narcotráfico mediante una estrategia meramente policial y militar, por los escándalos políticos, por el surgimiento de la epidemia y, ahora, por un proceso electoral desalentador y hasta deprimente, en el que queda a la vista la única sustancia que anima a la mayor parte de las campañas: la disputa por puestos y cuotas de poder público. Poco o nada se ha hecho, en este contexto, por robustecer los mecanismos de prevención, contención y reconstrucción ante fenómenos naturales que no tendrían por qué ser obligadamente desastrosos; no, al menos, en un entorno de protección civil planificada y dotada de los recursos suficientes.
Es necesario, en consecuencia, que se establezca como prioridad gubernamental de todas las instancias –federales, estatales y municipales– atender a la población amenazada o afectada por tormentas, huracanes, lluvias intensas y su cauda de deslaves, desbordamientos y otras consecuencias que suelen ser mortíferas para los núcleos de población más desamparados del país. Ahora, en momentos en que escasean los recursos y se busca adelgazar presupuestos, la temporada de huracanes constituye una prueba crucial para los sistemas de protección civil del país. Cabe esperar, por el bien de todos, que consigan aprobarla.