Opinión
Ver día anteriorJueves 25 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El viejo prejuicio apolítico
D

urante mucho tiempo se explica la indiferencia hacia las elecciones como resultado de la ausencia de una verdadera democracia en el país. México es un país formalmente democrático, pero no lo es realmente. Hay elecciones, pero en ellas, más que elegir, se ratifican las decisiones tomadas previamente por la alta burocracia que, bajo la conducción incuestionable del presidente, gobierna y a la vez dirige al partido oficial. Necesario para el funcionamiento del sistema, el proceso electoral se convierte en un ritual periódico que no conmueve, más que por efímeros instantes, la conciencia ciudadana. El régimen busca y obtiene la legitimidad en otras fuentes, pero no del voto. Son las épocas de invencibilidad del presidencialismo, la edad dorada del priísmo, que el movimiento de 1968 desdice al mostrar la miseria autoritaria del régimen, su incapacidad de evolucionar junto con la sociedad en un sentido democrático, abierto y plural, pero también al erosionar los fundamentos del prejuicio apolítico que se presenta como la forma espontánea y más radical de expresar el rechazo a los gobernantes, rechazo que se extiende hacia todos los partidos, incluyendo a los opositores. En 1985, en una crónica magistral sobre el terremoto publicada en Cuadernos Políticos, Monsiváis escribe: “Ha sido tan profunda la despolitización en México que ha creado resistencias de toda suerte a la presencia de partidos políticos en movimientos civiles. Al infiltrarse especialmente en sectores de clase media la idea de la política como ‘lo naturalmente sucio’, se ve en los políticos (del partido que sean) a los eternos manipuladores, los portadores de promesas incumplibles, los enturbiadores profesionales de la vida en sociedad”. La izquierda, recién llegada al mundo electoral gracias a la reforma de 1977, vive en carne propia las tensión entre quienes promueven el partido y los que se aferran al movimiento, consideradas dos entidades excluyentes, incluso por la valoración ética de sus objetivos. A eso se refiere Gustavo Gordillo en un aleccionador ensayo de 1984 (Cuadernos Políticos, no. 38), cuando subraya la dificultad de conciliar la acción dentro de la esfera de la democracia representativa con la necesidad de organizar el movimiento social en el que la izquierda ha ganado cierta presencia, pues allí también desde un cierto tipo de izquierda han sido comunes las permanentes campañas políticas apartidistas o antipartido en el seno de los movimientos sociales que transportan una enraizada concepción en los militantes que ahí participan no sólo sobre la absoluta primacía de los movimientos de masas sobre la actividad partidaria, sino sobre una pretendida intrínseca naturaleza burguesa de todo partido político.

Con esta tensión sin resolver, la sociedad civil de talante de izquierda se resiste a encorsetarse en el discurso monotemático de los partidos y avanza liberalizando la vida pública en una serie de cuestiones que resultarán vitales para la conquista de nuevos derechos y libertades: el feminismo, la aparición de una conciencia planetaria en defensa del medio ambiente, el paulatino reconocimiento de las minorías sexuales, la revisión de la cuestión de los pueblos indios, temas en los que se concentra la búsqueda de una sociedad que se sabe diversa, laica, secularizada. La política se desborda y a la vez se autocontiene en la disputa por el poder.

A esa izquierda, que no se reconoce en una identidad electoral definida, se sumará en 1988 –como no podía ser de otro modo– la gran apuesta política por el cambio que, en verdad, desata las fuerzas contenidas de la transición y marca el punto de inflexión del régimen de partido casi único. El prejuicio apolítico se quedó, gracias a la movilización ciudadana, sin una de sus justificaciones, pues el tripartidismo resultante de las elecciones de 1988 rompió con el esquema bipartidista con que soñaban las oposiciones conservadores y puso en el primer plano la existencia de una tercera fuerza, distinta del PRI y del PAN, que ya entonces comenzaban la ruta de los entendimientos en materias sustantivas de la política económica y social.

La irrupción de la izquierda en la competencia político-electoral evidenció que esta corriente no se limitaba a los grupos políticos prexistentes, identificados por sus tradiciones ideológicas, sino que abarcaba a una fuerza social mucho más poderosa, diversa y actuante, capaz de disputar el poder, fuerza que, sin embargo y por razones que merecen estudiarse con profundidad, no necesariamente se verá reflejada en la construcción del Partido de la Revolución Democrática, cuyas aportaciones a la vida democrática, sin duda importantes, hoy son severamente cuestionadas por la crisis estructural (y política) que en estos momentos se agudiza, aunque en rigor lo acompaña desde su nacimiento.

Hoy, cuando se cuestiona la necesidad de los partidos reviviendo de alguna forma el viejo prejuicio apolítico, resulta más que pertinente recordar que en México no es viable la democracia sin la izquierda, sin esa tendencia que ha sido capaz de impulsar, a contracorriente de los grupos dominantes, una visión progresista del país y, por qué no, la esperanza de un futuro mejor. Tal vez la derecha no requiera de un partido para actuar, pues le basta y sobra con la inercia de la ideología dominante y el poder del dinero para encumbrar a uno de los suyos, pero la izquierda –o las izquierdas, si se prefiere– no se pueden dar ese lujo, si en verdad pretenden ser expresión de un proyecto de transformación democrática y social del país. En cualquier caso, es evidente que hace falta establecer un régimen de partidos distinto, pero la izquierda tiene sus propios problemas que atender. Después de las elecciones, el tema del partido cobrará nuevos significados. En el aire está el fantasma de la ruptura tantas veces conjurado, pero no hay verdaderas alternativas y sí, en cambio, un intento deliberado de empujar hacia el bipartidismo, que ya ha descubierto en el prejuicio político otro de sus resortes consentidos. Vale la pena no olvidarlo a la hora de las urnas.

PD. ¿De verdad los consejeros del IFE y los magistrados del Tribunal Electoral creen que nadie los observa? ¿Cómo es posible que el más mínimo sentido de Estado (junto con el sentido común) desaparezca de sus resoluciones? Nada abona más a la descomposición de la vida pública que la ausencia de certeza propiciada por la autoridad judicial o por el árbitro que se vuelve localista.