o había leído una escena con tales destellos eróticos desde la descrita por Yourcenar en L’Oeuvre au Noir, donde las nalgas de una mujer, que nunca antes ojos algunos vieron desnudas, su cuerpo empinado, sin más rostro que el blanquísimo trasero exhibido ante la secta, sirve de altar a la consagración durante una última misa negra, celebración de la muerte inminente esperada por los herejes.
La escritura erótica requiere, entre otras cualidades esenciales, un vocabulario tan vasto como preciso y amplios espacios de silencio. La abundancia del lenguaje hace posible pasearse sin riesgos peligrosos por los terrenos escabrosos y resbaladizos que rozan las orillas del precipicio, sentir el mareo del vértigo sin saltar al vacío. La exactitud de las palabras permite eludir la obscenidad. Los espacios del silencio, así sean los de un eco extinguido, dejan flotar libremente a la imaginación.
María Luisa La China Mendoza posee en sus escritos la riqueza y el rigor del lenguaje. También esos espacios silenciosos donde caben las cosas no dichas, lo inimaginable, el secreto siempre eludible. Su escritura goza además de un sesgo particular: el contrapunto, giro de la frase que descubre un nuevo camino en un callejón sin salida, sendero oblicuo de las revelaciones más inesperadas: el barroco.
Silogismo del absurdo para desnudar la verdad. Perla irregular como son las perlas auténticas. Del lujo de sus asperezas y su curva irregular, tan contrario a la lisura de una esfera perfecta, emanan los resplandores del tiempo atrapado en ellas: tiempo suspendido, presente. Tiempo regalado.
El erotismo en la escritura de La China es quebranto del deseo. Un deseo continuo, palpitante, siempre vivo porque no se consume ni se consuma. Arrebato de la imaginación, sueño en la adolescente, añoranza en la anciana, abandono del alma para alcanzar el éxtasis. El deseo se esparce como el viento, invisible, sensual, envolvente. Su soplo penetra y transgrede.
Porrúa ha reditado un volumen de cuentos de María Luisa Mendoza, Ojos de papel volando, con un valiente prólogo de Avilés Fabila: Carballido y Rascón Banda murieron antes de poder terminarlo. Leí con fruición estos relatos, que no tenía la suerte de conocer. No han envejecido o, como el buen vino, han sabido ganar con los años. Su espesor es más denso, su sabor más fuerte, su perfume más aromático.
La lectura de Ojos de papel volando es un placer que exige una atención sostenida. La riqueza del lenguaje: vocabulario a la vez cosmopolita y provinciano, nostálgico por la pereza del desuso o actual como puede ser la moda, ese prejuicio de mañana
–nos señala Marcel Proust–, modernidad tan pronto pasada, ligero y grave, duro y acariciante, no deja lugar a ningún relajamiento de la escritora ni del lector. La China Mendoza excava la tierra de las palabras para extraer sus raíces y presentarnos el significado originario, hondo, ése que sirve de arquetipo a la cosa que nombra.
Erotismo del olfato y del paladar. Frutas con fulgores de rubíes, topacios, esmeraldas. Piedras preciosas con texturas aterciopeladas de duraznos, transparencias de ciruelas, goteo centelleante de jícama: las piedras preciosas que ofrece Aladino a la hija del emperador huelen y saben a fruta fresca; las frutas que saborea la narradora de Fruta madura de ida adornan como joyas el canasto en que llegan.
Pero el erotismo es también una violencia. María Luisa Mendoza lo sabe bien y lo muestra en sus páginas. Como en el cuento Tenía que ser Mapimí, travesía al lado de un pistolero. La escritura puede ser asimismo violencia pura, transgresión, quebranto.
Escritora barroca, La China pertenece a la familia de Sor Juana Inés de la Cruz. Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón (...)
¿Es la mujer la que carece de razón o los hombres quienes la acusan sin razón? Tales son los oblicuos esplendores del barroco. Las lujosas ambigüedades de la escritura de María Luisa Mendoza.