Martes 30 de junio de 2009, p. 5
Ustedes nunca le hagan caso a un escritor de lo que dice de sí mismo porque uno a veces es muy modesto. Uno piensa que está mal lo que hace, pero después, cuando acaba de escribirlo, piensa que está bien. Cuando hice una lectura de poemas en Bogotá, me preguntaron por qué tenía una visión desvalorizada de mi obra y me escuché decir, con gran sorpresa, que yo tengo una excelente opinión de mis libros.
Aquí está José Emilio frente a nosotros, envuelto en su conciencia, bañado en esa conciencia con la que hizo hace más de 50 años un pacto de humildad. Sus poemas crecen luminosos a lo largo de los años, son un cantar de los cantares, cada línea llega a su perfección última y se vuelve sagrada.
Su deseo lo lleva a convertir su poesía y su prosa en actos de amor, los jóvenes lo abrazan porque ha ido con ellos de la mano en su búsqueda interior. Durante todos esos años, nunca ha perdido el rumbo ni se ha atascado en la playa porque no se la cree y sabe comenzar de nuevo.
Todos los días comienza de nuevo. Repite a los 70 años lo mismo que decía a los 30, a los 50: “Mi objetivo en la vida y en la literatura es tratar dentro de mis limitaciones de escribir lo mejor posible. Todas mis ambiciones –no soy una blanca paloma, tengo ambiciones también– están dentro de la literatura. Tengo una ambición muy clara, que es una locura, casi como querer ser famoso o poderoso, y es la de querer escribir bien”.
José Emilio, un poco encorvado, la mano en el bastón sobre el que apoya su altura, el saco que lo protege de la celebridad, la corbata cadena perpetua que pronto ha de quitarse, se inquieta: Una gente realmente soberbia cree que su obra es intocable, perfecta; yo no, yo sé que todo es nunca por siempre en nuestra vida
. Y nos aclara a modo de despedida:
El que no fui se fue como si nada./ Ya nunca volverá, ya es imposible. /El que se va no vuelve aunque regrese.