arece una semana agitada. Hay reunión del G-8. La crisis no ceja y domina el orden del día. En Detroit, la Ford Motor Company se apresta a una nueva emisión de bonos corporativos para enfrentar sus apuros financieros. En Washington, el Banco Mundial pronostica una muy lenta recuperación de la economía mundial para 2011. La guerra en Afganistán arrecia, con una nueva ofensiva estadunidense y una remesa de ataúdes que regresa en vuelo solitario sobre el Atlántico rumbo al cementerio militar de Arlington. Todos estos acontecimientos están entrelazados y se conectan con la muerte de Robert S. McNamara.
McNamara cristaliza seis décadas de historia imperial. Su trayectoria comienza con la aplicación de nuevos métodos cuantitativos para analizar la efectividad de los bombardeos aliados en la segunda guerra mundial. Después, en 1946, cuando el complejo automotriz estadunidense comienza su reconversión a la industria civil, McNamara es contratado por Ford. Es la época dorada de las economías capitalistas. Su carrera en la compañía lo lleva a convertirse en el primer presidente que no pertenecía a la familia.
Muy poco duró McNamara en el puesto: en 1961 John F. Kennedy lo nombró secretario de Defensa. La guerra en Vietnam, la supuesta brecha de misiles nucleares (con la ex URSS) y el despilfarro de recursos en el Pentágono fueron razones aducidas por Kennedy para designar a un especialista en nuevas técnicas de administración. McNamara tenía interés en todo esto, pero fue en la guerra de Vietnam donde se aplicó a fondo para utilizar sus conocimientos.
En el conflicto expresó con fanatismo la idea de que si se tiene control de todas las variables relevantes, el éxito es sólo cuestión de tiempo. Ya en el mundo de los negocios, esa peculiar visión de las cosas puede resultar peligrosa: la palabra crisis se escribe con c
de caos, no de control. Pero en una guerra, la idea misma de que se pueden controlar los acontecimientos es absurda.
Para McNamara la solución a la guerra de Vietnam pasaba por la tecnología. Lo único que hacía falta era aplicar una metodología racional, el problema se resolvería casi por arte de magia. Así se introdujeron las técnicas de investigación de operaciones para organizar y optimizar el esfuerzo bélico. Todo debía pasar por la optimización, desde la planeación de misiones y la secuencia de misiones, hasta la entrega de pertrechos y la consolidación de líneas de abastecimiento. La programación lineal nunca había conocido tantas aplicaciones nuevas. Es como si el recién desempacado de Detroit buscara aplicar los ritmos y movimientos del taylorismo al esfuerzo bélico en Indochina.
La estrategia medular correspondería a los bombardeos realizados por los aviones B52. Entre 1965 y 1968 las misiones de los B52 se incrementaron de 400 a mil 200 salidas mensuales. Cada bombardero soltaba unas treinta toneladas de bombas en un patrón conocido como bombardeo de saturación. Los cráteres de las bombas de 250 kilogramos de los B52 eran mucho más grandes y profundos que los de cualquier otro tipo de armamento. Se estima que quedaron 26 millones de cráteres en Vietnam, cada uno medía entre seis y 12 metros de diámetro y tenía una profundidad de hasta seis metros.
La craterización de Indochina
no fue la única cicatriz. El Pentágono también buscó privar al enemigo de su refugio en la selva aplicando 18 millones de galones del infame Agente Naranja, un producto químico defoliante cuyas secuelas todavía afectan la vida de muchos en Vietnam. McNamara también dispuso el bombardeo de los diques del Río Rojo para destruir el sistema de irrigación de lo que constituye el granero de Vietnam.
Cuando llegó McNamara al Pentágono, Estados Unidos tenía unos 10 mil soldados en Vietnam. Para cuando salió en 1968, las tropas estadunidenses ya sumaban medio millón de soldados. Ya habían muerto 41 mil soldados estadunidenses y todavía morirían otros 14 mil antes de que Washington abandonara Saigón en 1973. El pueblo vietnamita habría sufrido más de 2 millones de muertes.
McNamara presintió la derrota para 1968, el año de la ofensiva del Tet. Johnson lo relevó del puesto y lo designó presidente del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, rebautizado por McNamara como Banco Mundial. El organismo comenzó a prepararse para desempeñar el triste papel de promotor del capital financiero a escala mundial. En 1995 publicó sus memorias y reconoció que Vietnam había sido un error. Hay que conocer mejor al enemigo y su historia, señaló y después se quedó deambulando en el escenario, como un actor estorboso que no tiene nada que añadir.
Quizás la verdadera tragedia que rodea el mutis de este personaje no es tanto su incapacidad para entender la historia, ni la de su propio país, ni la de Indochina. El drama es que hoy mismo, en Afganistán, la administración Obama camina por la misma senda de destrucción y muerte. La obsesión del control no se la lleva McNamara a la tumba. Se queda en los nuevos documentos del Pentágono y en la Casa Blanca.
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