as pasadas elecciones se dirimieron sobre una enorme capa de tragedias: casi tres décadas de raquítico crecimiento continuado, violencia creciente que remata con una caída dramática del PIB en el primer semestre de 2009. Terrible situación que amenaza con extenderse más allá de lo previsible, contrariando los infantiles y tramposos pronósticos oficiales. La mayor debacle económica que se recuerde en el México posrevolucionario. Y, con este telón de fondo, cruento para millones de ciudadanos, la derecha, apeñuscada en su partido predilecto (PAN), mostró las debilidades que la caracterizan: nulo contacto y desprecio por las mayorías de abajo, visiones constreñidas a una clase social específica (los suyos), ignorancia y soberbia, ambiciones desatadas por enriquecerse y una inoperancia completa en el manejo de los asuntos públicos. Nueve años en posesión del Ejecutivo federal han sido suficientes para que esta derecha saque a relucir sus alebrestadas limitaciones.
Otro segmento de esa categoría sociológica derechosa se refugió en el verde ecologista, donde un clan de negociantes rapaces vende una imagen edulcolorada y mentirosa a todo el que se deje engatusar. Las pulsiones de la extrema derecha, constipada por la violencia del crimen, apuntalaron, con su voto, el talante intolerante que la describe a través de la historia.
Pero, ¿qué pasó con la izquierda? Quizá el conjunto mayoritario de los votantes, tal como mostraron en 1988 y en 2006 y sin duda acicateados por las tribulaciones, prestigios comprometidos y rampantes tonterías de sus agrupaciones partidistas, se desperdigaron en variadas direcciones. Unos, la parte sustantiva de los llamados independientes (sin partido), se quedaron en sus casas rumiando sus frustraciones. Otra parte sucumbió al interesado canto del voto nulo que entonaron, con ahínco y micrófonos abiertos, tanto críticos respetables como intelectuales orgánicos de los medios. El resto se decidió, con reticencias notables, por dar al PRI una oportunidad más.
El punto nodal de los errores de la izquierda se desató en su dispersión. No pudieron, por falta de talento y los pequeños odios e intereses personales de una parte de la burocracia perredista encumbrada por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) presentar un frente unido contra sus debilitados y hasta torpes rivales. Se perdieron (chuchos) en una serie de escaramuzas contra el que les parece un guía autoritario, divisor y rasposo (AMLO). Frente a él trataron de definirse, auxiliados por cuanto vocero autorizado de la derecha encontraron. No hubo comentarista televisivo, locutor desmadejado o miembro conspicuo de la opinocracia nacional que no preguntara por el deslinde, que pidiera la aplicación del reglamento partidario que exige la expulsión del renegado. Y ellos, alegremente, saciando sus querellas, se entregaron a este triste pasodoble que terminó, ahora se ve con claridad meridiana, en sonoro fracaso.
Se perdió la oportunidad de presentar un frente unido, vigoroso, con ascendiente moral, opuesto a los desvaríos panistas y de la plutocracia. La crisis, sin embargo, es en verdad dañina y acumuló inmenso arsenal para la izquierda, que fue desaprovechado. El profundo malestar que se siente por todas partes, que recorre callejones con almas contritas, congela sonrisas otrora a flor de piel, atemoriza al más aventurado, paraliza la imaginación, nubla la vista del futuro y merma la esperanza, fue intencionalmente leído en forma desviada por propios y aliados. Se le confundió con un mero asunto electoral y, por eso, se levantó el vocinglerío pidiendo reformas de las reformas electorales. La relección fue entronizada, noche, día, mañana y hasta en la cena de postín, como la cura contra todo mal que aqueja a la democracia mexicana. También había, argumentan con autoridad sobajada, que restituir a los ciudadanos la libertad de expresión incautada. En realidad, un eufemismo para ocultar el pasado libertinaje en el uso y abuso de los medios electrónicos por parte de los grupos de presión. En el fondo, una intentona por recuperar la extraviada tajada de poder y los negocios mayúsculos perdidos.
Con su mermada, casi agotada, capacidad de maniobra, los chuchos se aferran al cargo y las prebendas. Serán un fantasma en busca de redención y calor. Seguirán, al menos por cierto tiempo, según narran los acuerdos poselectorales logrados, al mando de su fracción, muy desprestigiada por cierto. No saben ganar elecciones, ya sean propias o las de su partido. Pero tampoco visualizan la ruta adecuada a seguir y por eso su trasteo es fútil. La política no es, por esencia, según afirman estudiosos del tema, negociación constante. Es, en cambio, conducción organizada, visualización de metas y puertos de llegada, seducción de militantes, programas justicieros, elección de compañeros, identificación de rivales, movilización de recursos, prédica del evangelio propio, previsión de rutas alternas, solidaridad con el débil o el extraviado y otros asuntos adicionales que la desperdigada izquierda no pudo tejer para derrotar al adversario.
El discurso y el método de trabajo empleado por AMLO para levantar el formidable movimiento que pretende la transformación del país, su vida económica, cultural y política, parece que arrojan rendimientos decrecientes. Hay, por tanto, imperiosa necesidad de acondicionarlos a las necesidades del presente y, sobre todo, del futuro que nos aguarda, tanto en la profundización de la crisis venidera, como a sus posibles salidas. Los llamados a la esperanza que hizo de manera repetida López Obrador en su peregrinar por todos los rincones de esta atribulada nación exigen imaginar formas concretas, operables, circunstanciadas para hacerla comprensible y atrayente al mayor número de mexicanos. Es imperioso articular una estrategia interclases para abarcar sectores más vastos, la juventud en primer término. Los que ahora apoyan de manera decidida al movimiento y que emitieron su voto por la izquierda no son, ni de cerca, suficientes para ganar la próxima contienda. La tarea es ardua y el tiempo apremia.