urante los atardeceres de verano, cuando la brisa surgida de la sombra naciente perfora la piedra de aire endurecido y cesa ese andar a ciegas, andar inmóvil en el aire inmóvil
, la canícula vencida por la noche, las caminatas en el laberinto de callejuelas de la ciudad de París invitan al extravío. Y no sólo de los sentidos de las calles, también el de mis cinco sentidos, para no contar el del humor, el de ese otro que llaman la intuición atribuida al femenino género y, en fin, el del simple doble sentido.
Los pretextos para errar en las calles de París no faltan, los mejores como los peores. Marché de la Poésie, al aire, bajo los árboles de la plaza Saint Sulpice que dan un aspecto campestre a este mercado donde poetas verdaderamente heroicos tratan de hacer sobrevivir una palabra que ya no es casi escuchada.
Fiesta de la Música, donde es posible oír tanto a auténticos músicos como a temibles manipuladores de instrumentos, quienes parecen competir en un concurso de ruido y decibeles. Los Bouquinistes en los muelles al borde del Sena, que dejan hojear a los posibles compradores los volúmenes, en ocasiones extraordinarios, que exhiben en sus puestos. Ventas de libros antiguos o simplemente viejos, usados, de ocasión. Baratas de muebles más desvencijados que antiguos. Exposiciones de pintura, fotos, esculturas, objetos y más objetos.
Los millones de turistas que visitan París pueden escoger a su guisa: todos los gustos y vicios son satisfechos en esta ciudad, tan aparentemente armoniosa con sus edificios haussmanianos que esconden, tras cada puerta que se abre, otra puerta y otros secretos.
La paradoja de una ciudad como París, aunque podría decirse lo mismo de México y de todas las capitales del mundo, es que, al mismo tiempo, ofrece a la vista, en las vitrinas de los barrios elegantes, la exposición presentada con un arte refinado de la más lujosa producción de la industria y la artesanía proveniente del mundo entero y, en la misma calle, pueden verse personas desposeídas de todo, las cuales duermen apenas protegidas por cajas de cartón al abrigo de una puerta. Se les conoce como los SDF, los sin domicilio fijo
.
El contraste entre las dos imágenes es tan violento que la mayoría de los paseantes no ve la miseria de esas personas o, más bien, se niega a verla y desvía la mirada. Es, sin embargo, la imagen real del mundo.
La ciudad de París tiene la particularidad de ser una de las raras capitales del mundo en las cuales todavía es posible caminar. La circulación automovilística no ha impuesto su poder totalmente. Y es a pie la mejor forma en que puede ser descubierta. Su belleza como sus miserias. En carro, las cosas no pueden observarse de tan cerca.
Un libro de L.P. Fargue, incansable caminante, lleva el título de Le piéton de Paris (El peatón de París). Louis Aragon escribió, por su parte, Le paysan de Paris (El campesino de París), en referencia directa a esta pasión de los jóvenes surrealistas por la errancia en el laberinto urbano.
Veo a los turistas leer sus guías, discutir, dudar: ¿cómo escoger entre tanta aventura espiritual que se ofrece a la vuelta de la esquina? Y, ¿por qué no la exposición cercana a ese restorán tan recomendado por unos amigos que dicen conocer bien París? La mujer lanza una mirada reprobatoria al marido, antes de exclamar, viendo de reojo la reacción a sus palabras en las caras de las otras personas del grupo: ¿no podríamos, más bien, escoger primero la exposición y luego el cercano
restorán? Todos aprueban con buena conciencia, y deciden ir a pie. Tienen razón, me digo, y me dejo llevar por mis pasos a la deriva, sin hoja alguna de ruta. Con la única meta de descubrir nuevos aspectos de la ciudad, aspectos que no he visto, que me han escapado, y que no son sólo los cambios de un París que parece siempre el mismo y cambia a diario, pues posee el secreto de saber conservar su apariencia, guardando siempre las apariencias.