as elecciones de 2009 han dejado en claro que el tema de los derechos y la cultura indígenas no constituye una prioridad en la agenda de ninguno de los partidos políticos, mucho menos de las televisoras convertidas en agencias de ministerio público o supuestos árbitros (vendidos) de la contienda electoral. El ruido mediático estuvo lleno de frases insustanciales, propuestas simplonas y carencia de debates sobre los temas básicos del país.
Dos son las excepciones del proceso. La primera de ellas es la postura mesurada e inteligente de Beatriz Paredes, que se impuso a los grupos soflameros del PRI, que en una apariencia de supuesta radicalidad le exigían entrar al terreno de la camorra que provocaba el renunciado presidente del PAN. Los mismos gobernadores que le reclamaban entrar al toma y daca ante las provocaciones panistas hoy intentan escamotearle el acertado esquema táctico. Curiosamente los pregoneros de Televisa coinciden con las formulaciones de aquellos gobernadores que presumen que el triunfo del PRI se les debe sólo a ellos. No obstante, en la mente de muchos mexicanos quedará grabada la lección de política que le dio al defenestrado líder del PAN en el único debate que se produjo en la pasada campaña.
La segunda es la capacidad mostrada por Andrés Manuel López Obrador para hacer un ajuste táctico en Iztapalapa, ante una actitud sinvergüenza del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuyo impacto dentro del PRD hubiera sido menor si la dirigencia hubiera optado por fortalecer al partido como institución y no apoyar una decisión con un tufo político para golpearlo. En contra de la caballería del tribunal y Televisa, López Obrador sacó un triunfo emblemático en Iztapalapa. Los próximos pasos deberán producirse con extremo cuidado para consolidar lo alcanzado.
La estrategia del PAN diseñada por el mercader publicitario Antonio Sola, cimentada en el combate al crimen organizado, para provocar el temor entre el electorado, se le revirtió a ese partido, que terminó como el gran derrotado de la contienda. El español de todos modos cobró lo suyo y se fue de vacaciones, dejando sumido a su cliente en la derrota.
Las televisoras, en búsqueda de ampliar su red de intereses, golpearon desde cualquier ángulo el proceso electoral, con el propósito de impedir algún hipotético marco de reformas legislativas que pudieran reducir sus ganancias. Critican el exceso de los gastos de campaña, pero nunca lo que ellos se embolsan en estos procesos, que según cálculos anteriores a esta campaña era 70 por ciento del gasto electoral.
La izquierda centró su actividad electoral en el reparto de cuotas entre quienes aportaron recursos para sus respectivas candidaturas. La convocatoria del PRD fue una mascarada; al final de cuentas lo importante no era el proyecto de nación, ni los temas de la agenda nacional. Donde hubo elecciones internas, la competencia fue a despensa abierta y en la distribución de las plurinominales se impuso el pago de facturas a la campaña de la dirigencia perredista. Tuvo más capacidad la coalición PT-Convergencia para impulsar cuadros de estatura nacional, que habrán de constituirse en referentes importantes en la conformación y desahogo de la agenda legislativa. Con menor número de diputados, pero con mayor formación y experiencia política, los legisladores de PT y Convergencia tendrán un papel de mayor relevancia en la próxima legislatura.
En medio de este jaloneo, los grandes temas nacionales, los que afectan a millones de mexicanos, pasaron a segundo plano o muchos de ellos quedaron en el olvido. Es claro que la actual dirigencia del PRD no tiene la menor intención de recuperar para la agenda nacional el tema de derechos y cultura indígenas. No está en sus prioridades. Su aval a la iniciativa de ley que desnaturalizó los acuerdos de San Andrés se ha confirmado con el tiempo, abandonando un tema que debería ser parte sustantiva de la izquierda mexicana.
Los problemas que sufren las comunidades indígenas no tienen correspondencia con las respuestas institucionales. Después de ocho años de aprobadas las modificaciones constitucionales en materia de derechos y cultura indígenas que desnaturalizaron los acuerdos de San Andrés, los resultados están a la vista.
La misma miseria, las mismas palabras, las mismas mentiras. Los indígenas siguen siendo objetos, no sujetos de las políticas públicas, diseñadas al margen de su realidad. Cortoplacismo, burocratismo y palos de ciego dominan las acciones del gobierno federal en materia indígena. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo sigue marcando a los estados de Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Veracruz y Michoacán, con una alta población indígena, con los indicadores de desarrollo humano más bajos del país, incluso por debajo del nivel de vida de países centroamericanos.
El rechazo de los pueblos indígenas a la ley aprobada en 2001 no era producto de un capricho sino expresión de una concepción construida colectivamente por ellos. Ocho años de fracaso en materia indígena demuestran la validez de los argumentos zapatistas, cuya prudencia ha impedido el escalamiento de conflictos mayores. A pesar del tiempo y las carencias, la fortaleza anímica y el trabajo creativo del EZLN y las juntas de buen gobierno ha consolidado sus estructuras organizativas.
La nueva legislatura tiene la oportunidad de construir con cuidado un procedimiento que recupere el debate sobre este tema, o pasar como una más de carácter anodino, monocorde y genuflexo.
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