a transición democrática en México está atenazada por dos pinzas: la partidocracia y su cómplice en disolventes aventuras: la mediocracia. Ambas deformaciones corren en paralelo y se retroalimentan en un sinfín de tareas y campos. Ambas son nonatas del modelo productivo y de gobierno que aprisiona las energías creativas de la sociedad. Estas malformaciones, que son sendos fenómenos de poder, se hermanan para provocar la injusticia distributiva que distingue, como vergonzoso estigma, a la sociedad mexicana. La perpetuación inclemente de privilegios a sus beneficiarios es la palanca motora de su existencia. Al mismo tiempo, dichos fenómenos van incubando los anticuerpos para su remoción y perfeccionamiento futuro.
El cambio puede llevarse a cabo de manera progresiva o, de oponer resistencias insalvables desde dentro del sistema, ocasionarán fisuras traumáticas que forzarán la ruptura de las ataduras que los presentan como dolorosa realidad. La partidocracia se encamina a su ruina y ya se atisba tras las penurias electorales recientes. Las tensiones internas de los partidos mayores y el desprestigio de los menores, algunos convertidos en cínicos cotos de negocios personales o familiares, van mostrando sus limitaciones y nulas posibilidades futuras ante el decaimiento de la confianza ciudadana. Los magros resultados en crecimiento y desarrollo: casi tres décadas de estancamiento y retrocesos les apuntan al corazón.
La mediocracia, a pesar de las presiones que enfrenta, tiene el suficiente vigor para que pretenda salir impune de los dramas y disputas en que se ha visto envuelta: evita la modernización de las telecomunicaciones, manipula el mercado publicitario, consolida sus tendencias oligopólicas, chantajea al débil poder constituido, forma, con sus propios defensores de oficio, una barrera de defensa ideológica contra las rutas alternas. Se erige, entonces, como el seguro inmovilizador de la transformación del sistema establecido y favorece sus intereses económicos y de clase. La mediocracia no ha dudado en convertirse en palanca (des)educadora de masas, y refuerza con ahínco los preconceptos que paralizan el de-senvolvimiento de la sociedad.
La mediocracia está compuesta por un denso conglomerado de empresarios –concesionarios, se les designa– que se han posesionado de la casi totalidad de los medios disponibles, los redituables y masivos. Todos se afilian, no sin cierta pasión, a una visión conservadora de la realidad circundante. Todo lo ven, a pesar del fraseo de responsabilidad social usado en discursos de ocasión y mérito, a través del mayor (maximizar, dicen) volumen de utilidades inmediatas. Los así nombrados concesionarios combaten con denuedo cualquier otra forma de organización que pueda contrariar su visión de los medios electrónicos como una empresa de carácter y finalidades mercantiles. A veces aceptan una realidad dada de concesiones distintas, pero entonces exigen, con gran tonalidad vocal, una competencia justa al capital invertido. Por ello entienden un campo libre de comercialización ajena, un terreno de captura reservado para sus afanes de lucro.
Lo cierto es que la estructura de los medios radio-televisivos del país se encuentra concentrada no sólo en la mollera de una mentalidad empresarial, que mucho tiene de retrógrada, sino en creciente entorno oligárquico que no duda ya de ejercitar el músculo político conseguido. Unos cuantos grupos concentran la inmensa totalidad del espectro radioeléctrico y, lo peor, su pugna por mayores concesiones lleva la clara tendencia de horadar, aún más, la complacencia del gobierno federal. Han llegado a la osadía de integrar senda camada legislativa para hacer avanzar sus intereses en el Congreso. Ya los antiguos personeros en las cámaras no les son suficientes.
Sabe la mediocracia que por el continente, y el resto del mundo, corre un fantasma llamando a pueblos y gobiernos para lograr equilibrios de derechos, posesión y libertades en los medios de comunicación. Sabe que, aquí, en su actual coto privado, la libertad de expresión realmente colectiva se deposita en una rala opinocracia a su entero servicio. Y no desean perder ese filón de poder ganado en duras, prolongadas y cruentas batallas. Saben que, por el momento al menos, llevan ventajas inigualables para amasar mayores concesiones, en robustecer su poder de influencia, modelar las inquietudes, apagar la imaginación y evitar la proliferación de formas que introduzcan los balances adecuados en la comunicación colectiva. De ahí el abierto combate a nuevos jugadores, a la radio-televisión comunitaria y demás medios de expresión divergentes de sus esquemáticas aportaciones.
Pero la sospecha de una corriente distinta de opinión inquieta a la mediocracia. Para contrariarla usará, qué duda cabe, su bien ganada fuerza legislativa. Sabe la mediocracia que la extrema fragilidad de los partidos mayoritarios les impedirá atentar contra el reparto de nuevas concesiones, en contra de sus ingresos entrevistos, aun en medio de esta voraz crisis financiera y de oportunidades en que se debate la nación. La ley Televisa quedó por un prolongado tiempo, que parece infinito, en la congeladora, a pesar de las promesas de insignes legisladores, una prueba fehaciente de su capacidad de cabildeo. El Poder Ejecutivo, con el señor Calderón en la retaguardia, es incapaz de tocarlos con la más leve reforma. Ni siquiera hay indicios de alguna iniciativa que pueda proponer, como en Argentina, una distribución distinta de concesiones (allá buscan que sea un tercio para tres estamentos sociales). Pero los sucesos que se observan tanto en Honduras como en Venezuela, Ecuador o Bolivia, donde los medios forman sendos grupos de presión, lanzan alertas que deben estudiarse si se quiere retomar el impulso democratizador. La mediocracia es un escollo mayor, tanto o más que la partidocracia que tanto se empeñan en apuntar. Un señuelo a modo de conveniente distracción para atar los impulsos democráticos.