esde octubre del año pasado –pocos meses después de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación avaló la constitucionalidad de las reformas que despenalizaron la interrupción del embarazo en esta capital–, las legislaturas de distintos estados de la República (Baja California, Sonora, Morelos, Colima, Puebla, Chihuahua, Nayarit, Jalisco, Durango, Quintana Roo, Campeche, Guanajuato, San Luis Potosí y Yucatán) han hecho avanzar una serie de enmiendas a las constituciones locales que, salvo algunos cambios en la redacción, obligan en general al Estado a salvaguardar la vida humana desde la concepción hasta la muerte
, eliminando en muchos casos las causales que contemplan la interrupción legal del embarazo, como cuando éste es producto de una violación.
La proliferación de este tipo de legislaciones, que en buena medida han podido avanzar por la acción conjunta de las bancadas priístas y panistas en las distintas legislaturas locales, ha motivado que diversas organizaciones sociales centradas en tareas de género y salud reproductiva alerten sobre el hecho de que las reformas mencionadas pudieran prefigurar un intento para llevar a cabo modificaciones similares en la Constitución federal, en el marco de la próxima legislatura. En contraste, la aprobación de estas leyes antiaborto ha sido bien recibida por distintos integrantes de la reacción histórica: ayer mismo, la Conferencia del Episcopado Mexicano calificó la circunstancia descrita como un avance
en la salvaguarda de la vida de las personas.
Más allá de los choques de posturas morales, religiosas y hasta filosóficas que invariablemente surgen al hablar de un tema como el aborto, debe reiterarse la procedencia y la necesidad de contar con un marco legal que procure condiciones adecuadas para las mujeres que decidan interrumpir su embarazo: las circunstancias de insalubridad y descontrol en las que tienden a realizarse los abortos clandestinos conforman un problema de salud pública que se refleja en la muerte de cientos de mujeres en edad reproductiva. Según datos del Consejo Nacional de Población, en México se realizan alrededor de 100 mil abortos inducidos al año –algunas estimaciones extraoficiales ubican esta cifra en más de 700 mil– y las complicaciones derivadas de éstos constituyen la tercera causa de muertes maternas en el territorio nacional.
A la luz de estas consideraciones queda claro que las leyes antiaborto son un retroceso en materia de salud pública; representan un revés a la vigencia del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo y constituyen, a fin de cuentas, un lastre fundamental para que el Estado cumpla con su tarea de procurar bienestar y salud a la población. La legalización del aborto –asombra tener que reiterarlo a estas alturas– no encierra una postura en favor de la muerte sino un sentido elemental de responsabilidad por parte de las autoridades competentes para enfrentar un grave problema social y de sanidad, así como un compromiso con el ejercicio de la libertad individual y con el respeto a las creencias personales.
De espaldas a estas y otras consideraciones, la jerarquía eclesiástica no sólo ha emprendido acciones de cabildeo para asegurar la aprobación –muchas veces fast track– de las legislaciones que se comentan, sino que incluso ha incurrido en actitudes legalmente punibles, como la realización de política partidista activa: el caso más reciente ocurrió en el contexto de la pasada campaña electoral, cuando varios ministros de culto llamaron explícitamente a no votar por los partidos que promovieran la despenalización del aborto.
Ciertamente, no es de extrañar la postura de la reacción eclesiástica. En cambio, resulta inaceptable la actitud de legisladores que en vez de desempeñarse como representantes de la voluntad popular han actuado como personeros de intereses cavernarios, retrógradas e intolerantes.