Domingo 26 de julio de 2009, p. 8
En los años 60 del siglo pasado, María de las Mercedes Carreño Nava vivía en una tempestuosa calle colindante con la avenida Niño Perdido, como se llamaba lo que hoy es el Eje Central Lázaro Cárdenas. Nacida en Minatitlán en 1947, tenía cuatro años cuando su madre emigró con ella a la ciudad de México, dejando atrás los vahos petroleros y una relación conflictiva, según rememora el escritor y ex obrero petrolero Gerardo de la Torre. La televisión se iniciaba en México y la niña cursaba la primaria con notas excelentes, pero por las tardes miraba con devoción películas y telenovelas. En el espejo del ropero de su departamentito imitaba poses y gestos de modelo, de actriz o de bailarina. En sus sueños se veía dueña de un escenario, bañada de aplausos y reflectores.
Cuando María de las Mercedes terminaba la secundaria, ya su garbo y buena construcción llamaban la atención unánime. Meche, como todos la conocían, demostró desde niña una suprema afición por la representación, desde los festivales escolares y los bailes del barrio, hasta los circos fugaces y las películas mexicanas de las que no se perdía una, asistente asidua como era a aquellos cines que, como ballenas mitológicas, albergaban en sus enormes vientres a miles de espectadores.
Su madre, alerta ante la gracia de la chamaca, no obstruyó su vocación, pero tampoco le quitó un ojo de encima. La acompañaba a sus clases de danza, la recogía en la escuela, le medía los horarios y alejaba a los merodeadores. Apenas cumplidos los 15 años le ofrecieron a Merceditas trabajar en el cercano Teatro Blanquita. Fue la mamá quien decidía con los empresarios cocodrilos en qué podría actuar su hija, y se encargó también de mantener a raya a lagartos pretendientes, a viejos habitués de primera fila, y a fotógrafos y periodistas que ofrecían el estrellato a cambio de un desnudo artístico
Del biquini al monoquini
Meche Carreño tenía 17 años cuando el periódico Cine Mundial convocó en 1964 al concurso Señorita Bikini. En Europa, los trajes blindados de una sola pieza para nadar habían pasado a la historia. Luego, del traje de dos piezas correosas se pasó a finales de los años 50 al untuoso bikini, llamado así en extraña remembranza del atolón de Bikini, en la Micronesia, donde los estadunidenses probaban desde 1946 sus bombas de hidrógeno.
El concurso se llevó a cabo en el balneario Bahía y lo ganó Meche Carreño. Días después el fotógrafo Enrique Magaña la fotografió emergiendo por la escalerilla de la misma piscina, sonriente y con los jóvenes pechos al aire y el sostén como un trofeo en la mano.
La publicación de la foto en la revista Siempre! causó sensación, con una nota lírica del periodista Alberto Domingo elogiando la frescura y el atrevimiento renovador de la desconocida muchacha. La censura habíase replegado y ya no exigía cuadritos o esferas negras sobre los pezones o el pubis. El semidesnudo de la joven vedette haría época y obligaría a las otras aspirantes a nudistas del cine nacional a enseñar más, aunque no tuvieran la juventud y la firmeza deportiva de la Carreño.
Meche se convirtió en el blanco de decenas de fotógrafos que intentaban repetir, sin imaginación, la fotografía de Magaña. Pero ella y su mamá supieron administrar el tesoro, y fueron desechando a las parvadas de paparazzi de las revistas para caballeros y similares. La farándula había quedado atrás, y a la joven veracruzana la esperaban el éxito y la fortuna.
Dos ex haciendas para fotografía
Meche accedió posar para la revista Sucesos, en la que yo colaboraba. En una ex hacienda por el rumbo de Xochimilco, habilitada con alberca y frontón como residencia de un heredero de la revolución, nos reunimos una mañana para la sesión fotográfica. Mi idea no era repetir la foto con los pechos al aire, sino lograr una imagen menos desnuda, pero más provocativa. La propia Meche eligió un baby doll, aquél camisoncito de dormir sedoso y corto, una cuarta abajo de la cadera, combinado con un calzoncillo igualmente ligero y holgado, cuya amplitud y tenuidad le confería la mítica sensualidad lograda por la actriz Carroll Baker en la película Baby doll, dirigida por Elia Kazan en 1956, que sacudió a tal punto la moral de la época, que fue incluso prohibida en Suecia.
Relajada y como soñadora ante una chimenea, o posando con coquetería junto a la culumnita salomónica de una cama de pretensión virreinal, fotografié a Meche en su nueva versión de mujer sensual. Luego cambió el volátil baby doll por un extraño vestido tejido por su amorosa madre. Era una especie de red de pescador que le ceñía brazos y piernas, con las copas y el bikini trenzado entre la misma malla de red. Era fácil fotografiarla. Se plegaba a cualquier sugerencia o ella misma proponía acciones y lugares. Era un juego placentero y creativo para ambos. Ese día pensé, sin dudarlo, que un día llegaría muy alto.
Un ardiente caballerango
Cuando un día le llevé de regalo las fotos, quedamos de hacer otra sesión más atrevida. La ocurrencia era fotografiarla desnuda sobre una caballo, parodiando la historia de Lady Godiva. Se entusiasmó, y semanas después emprenderíamos la sesión en otra ex hacienda por las laderas del Iztaccíhuatl. Había caballos, bosques, campo abierto, pajonales y un viejo caporal. Existían las condiciones para trepar a Meche sobre un caballo, pelo contra pelo, y fotografiarla como si fuera aquella reina medieval que fue obligada por el celoso rey, su esposo, a cabalgar desnuda ante su pueblo, que prefirió darle la espalda para no deslumbrarse, o no pecar con la imaginación, según la leyenda. El vestuario esta vez era un bikini confeccionado por su mamá, con tela imitación piel de tigre.
El caballerango encargado de atendernos había nacido en la misma hacienda en el siglo XIX, cuando era un latifundio y en México mandaba don Porfirio Díaz. Con el nuevo dueño se encargaba de mantener las caballerizas y aprestar las bestias para los invitados. Cuando vio a Meche con una chamarrita ligera, pantalones blancos arriba del tobillo, y zapatillas de bailarina, le expliqué en que consistiría la sesión, pero con la vista fija en la muchacha y una sonrisa entre e irónica y estúpida, parecía no entender. Le preguntamos donde podría ella cambiarse de ropa. Pos allí atrás de la paja, nos dijo, y hacia allá fue Meche con su maletita y su neceser, mientras yo buscaba sitios para algunas tomas antes de subirla en cueros en uno de los preciosos caballos que nos habían facilitado en aquella hermosa hacienda productora de nada.
Platicaba con el caballerango sobre el animal apropiado para la monta, cuando apareció Meche Carreño con su bikini tigrino, y creo que al mismo tiempo el caporal y yo habremos abierto un poco la boca ante la bella aproximación de la muchacha, que con gracia tanteaba con los pies desnudos el pastizal y la vereda llena de piedrecitas. El caporal rompió su estupefacción, y con las palmas de las manos empezó a darse rápidos golpes sobre los muslos, al tiempo que emitía gritos o gruñidos como de júbilo tales como ¡yuujulee!, o ¡uyuyuuuy!...
Para canalizar su repentino entusiasmo, le tomé una foto junto a ella, que con naturalidad se recargó sobre él, le pasó el brazo sobre la espalda, y reclinó su cabeza sobre el hombro del nonagenario, como si fuera su abuelito, que también reposó su callosa mano sobre el hombro desnudo de Meche y pareció quedar tranquilo.
Mientras el caporal aprestaba un hermoso macho zaino, fotografié a Meche sobre una abandonada caldera de aserradero. El lugar estaba llena de detalles excepcionales y nos dimos vuelos haciendo fotos, siempre con el bikini piel de tigrillo hecho por mamá. Yo sugería el lugar según la luz y los fondos, y ella aportaba su gracia y soltura con las poses ensayadas desde niña. Pero a lo lejos el caballerango seguía gritando como si fuera el día del grito de la independencia.
Nos aproximamos al anciano y al caballo ya listo. La toma era delicada y el hombre tranquilizaba al equino. Meche se quitó el porta busto y empezaba a despojarse del bikini, cuando el caballerango la vio en todo su esplendor. Entonces ya no fueron ujujuyes, sino verdaderos alaridos, al tiempo que doblaba el cuerpo hacia atrás, abría las piernas, y se llevaba las manos a las ingles sin dejar de gritar. El caballo se encabritó y Meche se asustó. Pero había que hacer la foto, programada para portada de la revista Sucesos. Además de que ella nunca había montado, los aspavientos del anciano y la inquietud del animal le hacían imposible montar a pelo, como una amazona, sin siquiera la protección del bikini. Apenas logro sentarse en ancas trepando por mis manos, mientras el viejo observaba la escena como un sátiro hambriento.
Más preocupado por la monta precaria de Meche y la lujuria del ardiente caporal, que por el proyecto Lady Godiva, apenas pude tomar unas placas en color y dos o tres en blanco y negro. Por eso Mercedes Carreño se ve un poco tensa y asustada sobre las ancas de un caballo estático, y mira al fotógrafo como diciendo ¡bájame de aquí!