l hecho político es que tenemos al PRI de vuelta. El Revolucionario Institucional supo aprovechar el peso de sus estructuras territoriales, la capacidad organizativa instalada, es decir, su inserción como partido nacional y la fuerza local de los gobernadores, el apoyo no disimulado de Televisa, así como el desgaste de las demás opciones, azotadas por la desilusión y el hartazgo. Le bastó una campaña mediocre para movilizar a sus huestes, neutralizar a los desencantados y, en el colmo, atraer a una porción de los inconformes que antes votaron a la izquierda. Además, aunque parezca increíble, el gobierno otorgó al tricolor cierta calidad de víctima
del juego sucio electoral que ni en sus mejores sueños habría imaginado. Si, como resulta obvio, la única verdadera preocupación del partido es ganar en 2012, más allá de discernir los nombres y los clanes en pugna, la pregunta obligada es absolutamente elemental: ¿para qué quieren la Presidencia? ¿Qué propone al país este PRI del siglo XXI
que no se hubiera ensayado antes?
Siempre se ha dicho, sin que nadie lo desmienta, que el PRI es una gran coalición de intereses diversos y encontrados, donde se topan y neutralizan los impulsos populares y los afanes oligárquicos, los resortes corporativistas y las fantasías tecnocráticas de la alta burocracia, el refinamiento de las elites de la familia revolucionaria y las tradiciones nacionalistas más plebeyas, el profesionalismo disciplinado de los políticos de clase y el oportunismo generacional de los nuevos demócratas, en fin, ese universo multiforme que hoy gira bajo la órbita de las posiciones de mando creadas en el jardín federal en torno a los gobernadores.
Durante décadas, esta coalición se mantuvo unida en torno a la ideología de la Revolución Mexicana y un programa de desarrollo social que, si bien privilegiaba la estabilidad política, alcanzaba para crecer y, en cierto modo, reducir los extremos de la desigualdad.
Podría decirse que la vida del PRI, su razón de ser, está vinculada con el ciclo histórico de la revolución de 1910. Nace con él, con él declina inexorablemente. Incapaz de poner a punto dicha herencia, la invocación retórica de la razón revolucionaria va despojándose uno a uno de sus contenidos. En 68 se cruza un límite y la crisis ideológica se extiende y profundiza. El fortalecimiento de la sociedad civil, el ascenso de las luchas populares, las crisis sucesivas, la integración al orden económico y los ajustes recetados por los centros de poder internacional harán el resto.
Aquí, la defensa a ultranza del orden político autoritario a través del cuentagotas de las mínimas concesiones legales no impide la solapada insurrección de los hombres de empresa
, que ya en los años 70 comienzan a exigir, contra las políticas socializantes
, más mercado y menos Estado, un arreglo mayor entre los grupos de poder económico y la alta burocracia gobernante, usando como puente entre ambos extremos a una nueva generación de funcionarios formados técnica e ideológicamente en el corazón del capitalismo liberal.
Las cosas son de tal manera, que antes de perder la Presidencia, el Revolucionario Institucional sabe que ya no puede presentarse como el partido de la nación ni defender la Revolución Mexicana como la única fuente de inspiración ideológica.
Frente a una sociedad que se ciudadaniza
, el PRI resulta ser el baluarte del corporativismo, esto es, la trágica caricatura del Estado reformador sostenido por las masas trabajadoras del campo y la ciudad. En lugar de volver a los orígenes para refundar el Estado, el grupo dominante cede y adopta íntegro el programa que le dictan sus adversarios históricos y las voces hegemónicas del capitalismo global.
La reforma del Estado se reduce a liquidar las lacras del estatismo, pero con ellas se lleva también el legado renovador de la insurgencia mexicana. Fieles al presidencialismo y sus códigos, los priístas observan cómo la vida mexicana es sacudida por el huracán modernizador que entierra los últimos vestigios de la ideología revolucionaria, pero se quedan paralizados, pese a los reclamos y los candados
que la irritación dictará a su paso. (Con la notable excepción de la Corriente Democrática surgida en los años 80, no hubo grandes rupturas.) Una generación de tecnócratas
, en realidad nuevos intelectuales orgánicos, genéticamente emparentados con las tradiciones más conservadoras de la derecha tradicional, completan la liquidación ideológica del compromiso social y la rectoría del Estado. Se impone, con las adaptaciones del caso, el pensamiento único
que nos debería llevar a la modernidad. No hay tal.
Ni siquiera esa curiosidad ideológica llamada liberalismo social
sobrevive a la debacle del estatismo
y a otros anacronismos que el canon individualista condena a la extinción.
Sin embargo, los nuevos paradigmas no fluyen, o se estancan en sus imitaciones locales de hojalata y cobre. En lugar de un nuevo proyecto para México que incluya a la democracia, se anulan las definiciones programáticas, inclusive por encima de la Constitución. Las clases dominantes querían modernización, pero sin quebrantar sus privilegios. Les bastaba con ser el cabús de la gran economía del norte. Ahora esa vía se ha cerrado. La desmoralización cívica es notoria; el fracaso económico no tiene par.
¿A quién responderá el PRI del siglo XXI
en estas circunstancias? ¿A las pulsiones populares que aún le permiten ganar elecciones, al cálculo de sus líderes para volver a la Presidencia a enseñarle a la derecha cómo hacer las cosas en alianza con los grandes intereses?
El gobierno de Calderón consiguió evitar que la discusión sobre la crisis y la legitimidad del gobierno ocupara el campo electoral, pero toca ahora al tricolor demostrar que un partido es algo más que un socio a modo del gobierno de turno. Tal vez ni lo consiga ni se lo proponga siquiera. Pero después de todo faltan tres años para 2012 y es mucho tiempo. Y para ganar las elecciones, como los partidos de futbol, primero hay que jugarlos. ¿O Peña Nieto será la excepción?