ace 40 años el Apolo 11 salió de cabo Cañaveral en Florida, pero su viaje a la Luna se originó varias décadas antes en Alemania.
En la primavera de 1945, cuando estaba por derrumbarse el Tercer Reich, los aliados se apresuraron a reclutar a los alemanes empleados en el desarrollo y la producción de cohetes para fines militares. Se dirigieron a Peenemünde, en la costa del mar Báltico. Ahí los nazis habían construido un centro de investigación encabezado por Wernher von Braun, Walter Dornberger y Arthur Rudolf. Ahí desarrollaron y de ahí lanzaron los cohetes V-2 que aterrorizaron a los londinenses al final de la guerra.
Los británicos contrataron los servicios de algunos alemanes involucrados en la industria de los cohetes militares. El científico soviético Sergei Korolev también estuvo en Peenemünde y luego aplicaría al programa espacial de su país muchos de los conocimientos que ahí descubrió.
Los que se llevaron a los más destacados habitantes de Peenemünde fueron las tropas estadunidenses. El propio Von Braun había calculado que le convenía más ofrecer sus servicios a Washington. Al igual que Dornberger y Rudolf, tenía alergia al sistema soviético y los británicos simplemente no contaban con el presupuesto necesario para realizar su sueño de llegar a la Luna.
Un cuarto de siglo después Von Braun logró su meta.
El 20 de julio de 1969 el mundo fue testigo de un acto propagandístico sin precedente en la historia. Ese día estábamos en casa de mis tíos, pegados al televisor viendo cómo unas figuritas disfrazadas de astronautas pisaban la Luna y enterraban un asta con la bandera de Estados Unidos.
“Esto es teatro –espetó mi tío–: esos cuates están actuando en un estudio de televisión en gringolandia.”
No pusimos mucha atención a lo que dijo Neil Amstrong (One small step for a man, one giant leap for mankind). Resultó ser una de esas frases célebres que pueden catalogarse de espontaneidad programada. Fue un intento por dar una dimensión universal a la gesta de Estados Unidos cuando en el fondo todo el mundo reconoció de lo que se trataba. La bandera que llevaba el astronauta lo decía todo.
La hazaña estadunidense había sido fríamente calculada por el presidente John F. Kennedy. Tras su toma de posesión, en enero de 1961, triplicó el presupuesto del programa espacial de su país y en septiembre de 1962 anunció que antes de que terminara esa década se llegaría a la Luna. En un giro tragicómico de la historia, el presidente que habló con los astronautas ese día de julio de 1969 fue Richard M. Nixon.
Pese a la incredulidad de mi tío, el alunizaje fue un acontecimiento que aún repercute en la imaginación colectiva de los habitantes de nuestro planeta. Lo curioso es que se recuerda un acto que podría considerarse como la culminación de lo que sería un sueño truncado. Desde 1969 no ha habido momentos parecidos. La conquista del espacio ha continuado, pero lo que ha quedado grabado en la mente es esa imagen de 1969. Según Buzz Aldrin, el segundo en pisar la Luna, ya debería haberse llegado a Marte. Han pasado cuatro décadas.
Desde un punto de vista científico, y quizás hasta tecnológico, el alunizaje tuvo un valor relativo. Fue una prioridad establecida con un criterio político. Como tal, su impacto propagandístico fue incalculable.
Kennedy había llegado de panzazo a la Casa Blanca. Había autorizado el intento fallido de invasión a Cuba y ya se había enfrascado en lo que se convertiría en otro fracaso: la pesadilla de Vietnam. Pero estaba ansioso de ganarles la partida a los soviéticos.
La Unión Soviética llevaba la delantera en materia espacial. Había cosechado triunfos indiscutibles. Desde 1957 la presencia del Sputnik en el espacio trastornó a la opinión pública estadunidense. Los soviéticos colocaron a un perro en órbita y luego a Yuri Gagarin. El mensaje de Moscú era inequívoco.
Para entonces mi tío ya estaba curado de espantos. De joven creyó en que sí era posible construir un mundo más justo. Como tantos, se dejó llevar por el idealismo del socialismo y acabó militando en el POUM en Cataluña. Fue perseguido y encarcelado. Luego vino el exilio a México y la desilusión con los ideólogos del cambio social.
Ese día, en julio de 1969, mi tío seguía despotricando en contra de Stalin y sus sucesores, y también en contra de los dirigentes en Washington. Para él la guerra fría no era una contienda ideológica sino, más bien, una descarada lucha hegemónica. El supuesto alunizaje se inscribía en una campaña burda de propaganda.
Poner un ser humano en la Luna fue espectacular, caro e inútil. Sirvió de acicate momentáneo para la conquista del espacio y sobre todo hizo subir los bonos de Estados Unidos en el mundo. El país era el número uno del orbe. Pero la euforia de Washington no duró mucho. El programa espacial dejó de ser una prioridad y Nixon se dedicó a ver cómo se salía de Vietnam y luego cómo evitaba acabar en la cárcel.
En esa época se hablaba poco de un elemento fundamental en la llamada conquista del espacio. El desarrollo de cohetes capaces de poner en órbita satélites artificiales, así como de misiles intercontinentales para transportar ojivas nucleares con gran precisión, se hubiera retrasado décadas de no haber sido por la aportación de científicos, ingenieros y técnicos alemanes.
Con los años la contribución alemana a la era espacial ha sido reconocida ampliamente. Sin embargo, los éxitos iniciales de los programas espaciales de Moscú y Washington fueron atribuidos a la gloriosa revolución de octubre y a la ingeniosidad yanqui, respectivamente.
Mi tío se hubiera divertido al pensar que el circo mediático armado por Washington hace 40 años en respuesta a Moscú tuvo su origen en la Alemania nazi.