mpotencia e indignación son las dos palabras que resumen el sentir sobre el caso de Acteal, de quienes hemos apostado a la legalidad y a la reivindicación de los derechos humanos como espacios de lucha para el acceso a la justicia. La noticia de que 40 de los paramilitares responsables de la masacre de Acteal están a punto de quedar en libertad, si la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) les otorga el amparo solicitado alegando fallas en la argumentación jurídica, pone una vez más en evidencia la impunidad que sigue prevaleciendo en nuestro país.
Esta decisión no se tomaría con base en una inocencia probada, ya que existen testigos presenciales que los señalan como participantes directos en la masacre y que han sido ratificados y constan en los expedientes judiciales del caso (ver la página www.frayba.org.mx/informes.php), sino con base en los errores de procedimiento que se cometieron a lo largo de estos 11 años, en los que las autoridades correspondientes les han ido otorgando amparo tras amparo, a pesar de las protestas y reclamos de los sobrevivientes.
Si la decisión de la Suprema Corte de Justicia deja en libertad a estos asesinos no sólo estará enviando un mensaje de que cualquiera que trabaje para el Ejército, para el gobierno, haciendo trabajo sucio, gozará de impunidad, será defendido por las autoridades
como declaraba recientemente el ex director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, Pablo Romo, sino que paralelamente se estará enviando un mensaje a quienes aún creíamos que las leyes podían ser una herramienta para alcanzar la justicia y la equidad, de que en el contexto político actual de nuestro país esta vía se encuentra agotada, ya que el Poder Judicial esta cooptado y controlado por los grupos de poder.
Lamentablemente, las fallas en el debido proceso son una práctica constante en nuestro sistema judicial, pero solamente se reconocen y se utilizan para anular sentencias cuando hay intereses políticos de por medio, como fue en los casos de las acusaciones de genocidio contra el ex presidente Luis Echeverría Álvarez por sus responsabilidades en la masacre de 1968. Los investigadores y abogados del CIDE podrían haber tomado para su litigio estratégico los casos de cualquiera de los 8 mil 767 indígenas que según el censo penitenciario más reciente de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas se encuentran presos, ya que 95 por ciento de ellos no ha contado con apoyo de traductor, lo cual viola por principio su derecho al debido proceso, ya que la reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas aprobada en julio de 2001 establece en el artículo segundo el derecho a ser asistido por un intérprete.
Mientras que los paramilitares de Acteal están a punto de ser liberados, miles de hombres y mujeres indígenas pobres están presos, muchas veces sin saber de qué se les acusa, convirtiéndose en mano de obra casi esclava en la pujante industria penitenciaria.
Entre ellos mi amiga Honoria Morelos, una anciana náhuatl de 70 años, de Atlixtac, Guerrero, quien lleva seis años encerrada en la prisión femenil de Atlacholoaya, Morelos, sin contar nunca con la asistencia de un traductor y sin entender a ciencia cierta los cargos que se le imputan. Mis gestiones por liberarla no han sido tan efectivas como las del equipo del CIDE, pues su caso, como el de Jacinta Francisco Marcial, mujer otomí acusada de secuestrar a seis elementos de la Agencia Federal de Investigación (AFI), y los de miles de hombres y mujeres presos injustamente no revisten un interés superlativo
para los grupos de poder que siguen gobernando este país como si fuera su finca personal.
* Profesora-investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social