parte del sueño de convertirme en ángel, mi primera vocación fue la medicina y de niña descuarticé gatos, coleccioné apéndices y ojos de buey y puse una enfermería que, de adolescente, transformé en dispensario. Pero mi empeño en estos terrenos no pasó de presenciar una autopsia en la Facultad de Medicina. Al salir, regalé mis estetoscopios y mis batas blancas y, sin saber ni lo que hacía, me solté a comprar cuadernos que llenaba de poemas y frases rebuscadas y tachones y garabatos. Cuando me fue llegando la claridad, empecé a fijarme en escritores que en un momento de su vida habían sido médicos o que incluso practicaron siempre los dos intereses y sobresalieron en ambos. Los envidiaba, pero por más que los envidiara no conseguí ni siquiera coleccionarlos y seguirlos a todos en calidad de modelos.
Recuerdo a unos cuantos. A Rabelais, que fue médico, aunque del siglo XVI, pero que escribió nada menos que Gargantúa y Pantagruel, que leí, aunque creo que no entendí en su dimensión de sátira ni cosas por el estilo. Me llamó mucho la atención cuando supe que Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, también hubiera sido médico. Y, más cerca de mí en tiempo y espacio, recuerdo a William Carlos Williams, a quien, con que hubiera nacido unos años antes de mi fecha, hasta habría podido ir a consultar, porque al mismo tiempo que era poeta era médico. Nunca leí a A. J. Cronin, pero sé que era escocés y médico, y que sus novelas se nutrieron de su práctica médica. Bueno, y Chéjov, a quien conozco un poco mejor que a los otros, y del que sé muy bien que, cuando empezó a escribir, ya era médico, y que nunca dejó de tener pacientes y ocuparse de ellos a la vez que seguía escribiendo, cuentos y obras de teatro que no voy a soltarme a elogiar. Está Somerset Maugham, a quien le sucedió algo sensacional. Estudiaba medicina cuando se le ocurrió escribir una novela autobiográfica acerca de los problemas por los que pasaba un joven pobre y huérfano que quería estudiar medicina, y tuvo tan buena suerte que a la novela le fue de maravilla, cosa que le permitió dejar la carrera y dedicarse a escribir.
Suspiro y me digo, ya ves, hubieras hecho lo mismo y ya estarías del otro lado. Pero no lo hice. En vez de medicina estudié sicología y, aunque tampoco escribí la gran novela de las tribulaciones por las que pasa una estudiante de sicología, de muy joven di con Gertrude Stein, que me enloqueció. Otra estudiante de medicina que dejó la ciencia por la literatura, en su caso no sólo la ciencia médica, sino la sicológica o psiquiátrica, especialización que, en todo caso, me acercó todavía más a ella que a los otros escritores médicos, o médicos escritores, que iba juntando mentalmente en una lista.
Gertrude Stein me llamó mucho la atención, su vida y su literatura. Cuando pienso que era la alumna estrella de William James admiro más su atrevimiento de renunciar a la ciencia y quedarse con la literatura. James la distinguió de mil maneras. Antes de que ella fuera universitaria propiamente dicha, él consiguió que le permitieran inscribirse en el curso de siquiatría que él daba en la prestigiosísima Universidad Johns Hopkins. Pero Gertrude Stein se mantuvo en su descubrimiento de la escritura, quizás ayudada por el hecho de que en unas vacaciones se fue a París y ya no regresó a Estados Unidos. Regresó, sí, años después, convertida en gran escritora. Y era tan talentosa y tenía una mente tan potente que, además de desbordarse en la literatura, se desbordó en el arte, al grado de que descubrió a Picasso, o él a ella, o se descubrieron simultáneamente.
Me encanta perderme en la vida y la obra de estos grandes escritores que también fueron médicos. En la obra de todos se advierte su inclinación hacia la enfermedad, de un modo o de otro. Cuando me preguntan por qué me interesan los personajes locos sobre los que escribo contesto la verdad. Son más impredecibles que los sanos. O me caen mejor.