l toreo en México se encuentra agónico. El toreo a pesar de los pesares, sólo morirá, cuando mueran las memorias de esas faenas con verónicas y naturales y estocadas en lo alto.
El toreo tejió las orgías toreras, habitó las plazas como un dios. Fue la muleta deslumbrante placidez y en los capotes arrebol de arreboles. Beso de mieles en el dulce labio. Cruz de sangre en los ruedos. Limbo de estrellas en los trajes de luces. Alas abiertas de los toros sobre los toreros.
El toreo fue a modo de la fresca palma, sombra a la pasión peregrina que busca una hora de reposo y calma. Buscando sobre huellas de otras faenas.
Toreo, canto y dicha, escondidos bajo los pliegues del capote que giran en la verónica en la placita de tienta de la ganadería en el campo bravo y se llena de aromas y romeros, recortando paisajes que saben de amores, entre las laderas verdes y el rumor de los pinos sobre la tierra. Como un gran soplo que pasará siempre por la temblorosa mano en la curva del pase natural y que nunca la gloria apagará su fuego ni el olvido enlazará sus hiedras.
El capote es piel que pasea el triunfo. O en la frágil muletilla sobre el ruedo ardiente. Selva umbría que surge en la vibra torera y resume su historia. Y a través de los nuevos toreros –sin oportunidades en la fiesta mexicana actual– descompondrá la luz sobre el mundo torero. Cuando surja el novillero que vuelva a llenar plazas, más vigoroso ha de volar por esas plazas de toros abiertas al espacio infinito. Ese toreo que llega a la hora de las verónicas, los pases naturales y las estocadas en lo alto del morrillo de los toros. La muerte en torpe desafío sobre el toreo, no termina por desaparecerlo.
Nunca el olvido le hundirá el estoque. El valor del toreo es simbólico y ha quedado plasmado en la literatura, la pintura, la escultura, la música. Nunca el olvido le hundirá el estoque. La carrera del tiempo es río y la del toreo es cauce.