Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
En ausencia del civismo
E

n medio de inacabables debates a propósito de la democracia y de las incontables virtudes del ciudadano, y, por vía de consecuencia, de la ciudadanización de la vida pública, se yergue entre nosotros la más orgullosa de las ausencias de civismo que pueda pensarse. Hay en ello una enorme contradicción que nos negamos a admitir, cegados como estamos por la disputa política, y sin embargo, no hay democracia sin civismo. Esta observación parecerá a muchos incomprensible. Después de todo ya ni en los libros de texto aparece un concepto que huele a viejo, como dirían los luchadores por la democracia de principios del siglo XXI, que se empeñan en definirla sólo en términos de protesta y de reclamo. Han perdido de vista que el civismo tiene que ver con la vida democrática en la ciudad, que debe entonces ser un espacio libre en el que todos tengamos los mismos derechos de caminar, de pasear, de transportarnos, de habitar, etcétera. En su origen latino la civitas es el lugar donde viven los ciudadanos con derechos plenos. Según el Diccionario de la Real Academia, civismo tiene dos significados: celo por las instituciones e intereses de la patria, y celo y generosidad al servicio de los demás ciudadanos.

Los habitantes del Distrito Federal somos un ejemplo acabado de falta absoluta de civismo. Aquí no existe el vecino; si queremos hacer una fiesta que suene y que dure toda la noche colocamos buffers de cinco metros que aseguran que el sonido alcanza 10 kilómetros a la redonda, aunque el vecino no haya sido invitado y tenga que ir a trabajar al día siguiente; si manejamos coche somos expertos en demostrar a los demás que no estamos dispuestos a ceder el paso por ningún motivo, aunque circulemos a 60 km/ hora en el carril de alta velocidad; nos molesta infinitamente hacer cola, así que nos colamos en la fila –a pie y en coche– por donde se pueda; los peatones nos tienen sin cuidado y las bicicletas circulan a su propio riesgo; de la misma manera que los conductores de coche tienen que cuidarse y hacerse a un lado para no atropellar a quienes manejan motocicletas a altísima velocidad, y se embarran casi en la portezuela para probar su destreza. Si acaso se trata de caminar por la calle hay que esquivar los escupitajos de los policías, las cáscaras de naranja de los transeúntes, los chicles en el piso que quedaron de la última marcha, las latas de refresco. En el Distrito Federal no tenemos ningún respeto por el ciudadano, y no porque nos hayan arrebatado el derecho a votar, el gobierno haya suprimido los periódicos o controle a los medios electrónicos. Nosotros mismos hemos hecho y hacemos de la ciudad un magno escenario de la descortesía, la impaciencia y de plano el agandalle. No hay democracia que aguante estos hábitos.

El pasado martes La Jornada publicó la fotografía de un grupo de padres de familia que habían llevado a sus hijos pequeños a bloquear avenida Cuauhtémoc para protestar por el cierre de su escuela. Más allá de las razones, buenas o malas, de este problema escolar, la decisión de los padres de familia es una muestra del efecto imitación del comportamiento de grupos y líderes políticos que de manera regular obstaculizan la circulación en las calles –así como en carreteras– para protestar por un problema particular. No sabemos si estos padres de familia recurrieron, sin éxito, a las instancias establecidas, pero su acción nada tiene de gracioso –aunque hayan llevado a sus hijos por delante–, sino que revela desconfianza en las instituciones existentes como vía para solución de agravios y conflictos. Además, ellos mismos le enseñan a sus hijos que ante una decisión de gobierno adversa, ante un conflicto, lo primero que hay que hacer es tomar la calle. ¿Dónde quedó la enseñanza del respeto a la ley? ¿Dónde quedaron las lecciones de lo que significan las reglas de convivencia y su necesidad, sobre todo en una ciudad monstruosa como la nuestra? ¿Qué aprendieron esa mañana los niños en avenida Cuauhtémoc? No creo que la lección que recibieron haya sido banal, simplemente porque lo más seguro es que en el futuro esos niños reproduzcan ese comportamiento. Pero además, está reforzado por el de los maestros que han hecho de esta forma de protesta un modus vivendi, mucho más relajado que el que ofrece la vida en las instituciones.

Nunca he entendido la lógica de los bloqueos. Quienes protestan de esta manera le pudren la existencia a los demás. El blanco de la rabia que provocan cuando le impiden a uno ir a trabajar, llegar a su cita de trabajo o con el médico, o atender alguna emergencia hospitalaria, no son las autoridades, sino los que protestan que se imponen a los demás sin tomar en cuenta sus necesidades, violan el derecho ajeno, en aras de una causa muy particular que es la suya. Creo que los bloqueos, que hoy forman parte de nuestra vida cotidiana, son una medida extrema, a la que sólo ha de echarse mano de manera extraordinaria. De otra forma se vuelve una rutina cuyo impacto sobre la opinión es nulo o contraproducente. El civismo le huele a viejo a los nuevos demócratas, pero si la democracia no es convivencia serena y respeto a las instituciones y a los ciudadanos, entonces es un grito de guerra que se resuelve en un montón de cenizas.