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Apuesta contra el olvido

Mar de Historias
R

osa tuvo la fortuna de conservar la conciencia hasta el último día de su vida. Se daba cuenta de todo, en especial de la forma en que sus fuerzas la iban abandonando. La pérdida progresiva nunca la acobardó ni la llevó a lamentarse; en cambio, fue el origen de los largos monólogos que le dirigía a cada uno de los miembros que le iban fallando. Me daba risa que les hablara como si fuesen personas, a veces en un tono conciliador y estimulante; otras, en el de ácido reproche.

La recuerdo tendida en su cama, sobre almohadones, recriminándoles a sus pies o a sus rodillas el hecho de que ya no funcionaran como antes. Esa palabra –antes– abarcaba sólo pérdidas. De todas, la más dolorosa era la muerte de su marido. A Rosa le gustaba mucho platicarme acerca de él. Alguna vez me dijo que sólo tenía un motivo de rencor hacia Flavio: que se le hubiera adelantado en el camino. Me hizo prometerle que no le haría lo mismo. Le cumplí y hasta de más: aquí sigo, con mis 80 años a cuestas, recordándola.

II

No creí que Rosa fuera a hacerme tanta falta. Una vez se lo confesé a mi hija Ernestina. ¿Sabe lo que hizo? El domingo, a la hora de la comida, se lo contó a todo el mundo. Hubo risitas, bromas pesadas y yo me sentí como un idiota. Enrojecí. Me hice el propósito de no volver a mencionar a Rosa. Me lo permito sólo con usted, quizá porque es la persona que me ayuda a bañarme. Nunca pensé que iba a necesitar ese auxilio.

Cuando era joven imaginaba mi vejez como la llegada a un lugar plácido, un campo verde y sereno embellecido por un río. Esto no se parece a aquello. ¡Qué va! Usted mejor que nadie lo sabe. Rosa lo sabía también y me aconsejaba que mejor no pensara en ciertas cosas.

¡Imposible! Cómo no pensar en el abandono y los desaires de mis hijos. Tengo cuatro y ninguno es capaz de hacerme sentir que de verdad le interesa cómo me siento, qué quiero. Sí, sí: ya sé que me lo preguntan, pero lo hacen como si estuvieran repitiendo las tablas de multiplicar para memorizarlas.

¡Dije una estupidez! Ya nadie tiene que hacer ese ejercicio porque existen las calculadoras. Cada uno de mis nietos tiene la suya. Las manipulan hasta con los ojos cerrados y sólo por eso sus padres los consideran genios; pero si les pregunto cuánto es 97 por 12 me miran como si en vez de neuronas tuvieran un calcetín en la cabeza.

Rosa y yo jugábamos mucho con los números desde que escuchó en un programa de radio que eso fortalece el cerebro y evita la pérdida de la memoria. Y ahí nos tiene, como dos chamacos en el salón de clase, haciendo sumas y restas sin lápiz ni papel. Luego inventamos otros ejercicios más emocionantes y divertidos.

Como Rosa ya no podía salir y yo muy poco, nos pasábamos la tarde poniéndonos toritos. ¿Cómo que no sabe lo que quiero decir? Adivinanzas, pero no esas como agua pasó por mi casa/cate le dio la razón... sino acerca de la ciudad. Sentíamos que de esa manera evitábamos que se alejara o que nos distanciáramos de ella.

Los toritos eran más emocionantes porque apostábamos dinero. A Rosa le encantaba preguntarme por los cines y los cafés: Parece que la oigo decir: ¿a ver, en qué avenida estaba el cine Balmori y el café Tupinamba?. Esto lo sabía bien porque mi padre iba mucho allí. ¿Sabe por qué? Porque todos los parroquianos fumaban. Como el médico le tenía prohibido el cigarro, él entraba al café para aspirar el humo sin transgredir la disposición.

Según algunas personas, los ancianos nos volvemos niños. ¡Mentira! A estas alturas de la vida ya perdimos toda la inocencia pero, por fortuna, conservamos la curiosidad infantil. Si nos consideran niños es porque nos ven sometidos y dependientes. Rosa y yo hablamos muchísimo de eso. Creo que fue una de nuestras primeras conversaciones. ¿Le dije cómo nos conocimos ella y yo? ¿Seguro que no? Pues ¡qué raro! Mis hijos y hasta mis nietos, cuando vienen a verme y les platico algo, siempre me dicen: ¿Otra vez con lo mismo? No me gustaría que usted me lo dijera.

Mire: Rosa y yo nos conocimos en el corredor del edificio, el día en que vine a vivir con mi hija Ernestina. Debo haber tenido una expresión tremenda porque Rosa decía que al verme se asustó.

III

Por cierto, nunca me ha contado cómo se le ocurrió meterse a cuidadora de enfermos. Es una de las especies a las que más temía y por una razón. La escuela de la que fui director quedaba enfrente de un parque. Era bonito, pero lo recuerdo tristón, quizá porque durante toda la mañana paseaban por allí enfermos apoyados en andaderas y con sus cuidadoras silenciosas, malencaradas y hasta crueles. ¿No le parece cruel ir dos pasos adelante o uno atrás de quien necesita ir despacio y requiere apoyo?

Entre las muchas cosas que debo agradecerle están su plática y su paciencia para escucharme. Antes, cuando Rosa vivía, no me hubiera importado porque si algo hacía mi amiga era hablar. Por lo general ella acaparaba la conversación. ¡Qué escena! Imagínese a Rosa en su silla de ruedas y a mí apoyado en mi andadera escuchándola. Luego, cuando se agravó, yo iba a visitarla a su departamento. Primero me quedaba sólo unos minutos, después casi toda la tarde. Ella me pedía que dejara la puerta entornada para evitar comentarios de los vecinos. Cuando la conocí más a fondo me di cuenta de que tomaba esas precauciones para hacerme sentir bien. Usted me entiende... Nunca le dije cuánto me había emocionado ese gesto.

A Rosa la asistía una sirvienta que iba a su casa tres veces por semana. Me imagino que para Emma debió ser un gran alivio que su patrona tuviera con quién pasarla mientras ella miraba las telenovelas o subía a la azotea dizque a lavar, pero yo más bien creo que iba a verse con Librado, el portero.

En esa época Rosa, en muchos aspectos, podía valerse por sí misma. Lo cantaba a los cuatro vientos para evitar que alguno de sus hijos se la llevara a vivir con él o que entre todos la refundieran en un asilo. No sé cuál de las dos posibilidades la horrorizaba más, pero las evitó, a costa de esconder sus dolores, hasta el último día.

Rosa, ¡qué mujer tan admirable! Cuando usted se va sigo conversando con ella. Sé perfectamente que está muerta, pero la veo, cosa que no me sucede con mi mujer, que en paz descanse. Delia y yo nunca fuimos realmente una pareja; había intimidad entre nosotros, de otro modo no habríamos tenido cuatro hijos, pero nos faltó algo: conversar más, compartir los recuerdos.

Si Rosa viviera estoy seguro de que en estos momentos estaríamos hablando, haciendo nuestros jueguitos contra el olvido. Cuando ella me propuso que hiciéramos ejercicios de aritmética, con perdón de usted me pareció un capricho, una estupidez. Ahora le agradezco que haya insistido, porque gracias a eso puedo recordarle muy bien y al hacerlo ya no me siento solo.

Para mí su muerte significó un gran silencio que me aislaba del mundo. Gracias a usted lo superé. Si no lo hubiera hecho habría muerto. Hablo en serio: uno puede morirse de silencio. Es una especie de envenenamiento, o al menos así lo veo, porque se le pudren adentro las palabras que no dice y lo asfixian.

Lo sé por experiencia. A la muerte de Rosa, no imagina los muchos días que me pasé sin decir una palabra. Mi hija Ernestina no me hablaba porque desde entonces ya vivía ocupadísima. Cuando mis otros hijos llegaban a visitarme no iban más allá del saludo o si acaso de preguntarme cómo estaba durmiendo, si tenía dificultades para ir al baño. Punto. Luego se ponían a conversar entre ellos como si ya me hubiera muerto.

Fueron meses muy malos, hasta me caí en la escalera. Ya se imaginará cómo me puse porque me sentí completamente derrotado. Ahora veo que si no hubiera sufrido el accidente mi hija no la habría contratado a usted. Le costó mucho trabajo convencerme, porque a mí me horrorizaba pensar que iba a depender de una extraña, de una cuidadora. ¡Mi terror! Ya le dije por qué, ¿verdad?

IV

Le parecerá que hablo mucho de Rosa, pero si no lo hago con usted, entonces ¿con quién? No quiero exponerme a otras burlas, a las miraditas de mis hijos. Me divierte que crean que sólo pienso en mis medicinas, en mis ejercicios. Cuando me preguntan si tomé las cápsulas o si salí a caminar la media hora reglamentaria siento que mis hijos son entrenadores que están prepárandome para mi ultima caminata.

Cuando empecé a tratar a Rosa ya me sentía muy deprimido. A cada momento le mencionaba la muerte hasta que ella me dijo: “¿va a pasarse el resto de su vida hablando eso? ¡Pues qué desperdicio! Perderá tiempo y no conseguirá entenderla ni evitarla. Mejor haga lo que yo: ¡viva! Le aseguro que le quedan muchos más años que a mí. Eso me alegra, porque así nunca volveré a quedarme sola.

A pesar de las artritis y todos sus achaques, Rosa era una persona muy optimista. Me contagió su alegría. La siento sobre todo lunes, miércoles y viernes, porque sé que va a venir usted y tendré con quien hablar de ella: la menciono y dejo de extrañarla. Siento que camina junto a mí. Soy el primero en saber que es algo tan imposible como entender o evitar la muerte. Rosa me lo enseñó, como tantas otras cosas. Espero tener vida para contárselas. Apuesto a que le servirán cuando envejezca.