a séptima edición del Festival Internacional de Cine de Morelia estuvo enmarcada por dos posicionamientos públicos en torno del cine mexicano: el primero fue una declaración, durante la ceremonia de inauguración, de Consuelo Sáizar, titular del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA), sobre un pretendido compromiso del Ejecutivo federal para mantener el apoyo al cine mexicano; el segundo, en vísperas de la clausura del encuentro, una postura de las principales cadenas de exhibición en México, en contra de la iniciativa de reforma a la Ley Federal de Cinematografía para incrementar de una a tres semanas la permanencia obligatoria en pantalla de las películas nacionales.
En pocos días, un sistema de exhibición contrario a la promoción del mejor cine mexicano contradijo y señaló de modo contundente un límite a la retórica oficial y a sus buenas intenciones. El logro no consiste evidentemente en producir 70 películas al año, sino en garantizar un marco legal para exhibirlas, y sobre todo para poder mantenerlas en cartelera.
El festival de Morelia mostró, por lo demás, que buena parte del cine mexicano actual tiene la calidad suficiente para merecer y justificar un apoyo decidido. No sólo obtiene hoy un claro reconocimiento en festivales internacionales, sino que también multiplica sus estrategias de coinversión, optimiza sus presupuestos de producción y crea redes independientes de distribución y financiamiento.
Sin embargo, nada de esto es suficiente sin una plataforma de exhibición satisfactoria. ¿Qué sucederá en este terreno con las películas más valiosas que proyectó el festival: Norteado, de Rigoberto Perezcano, o La mitad del mundo, de Jaime Ruiz Ibáñez? ¿Conseguirán distribución tres propuestas arriesgadas, como Alamar, de Pedro González Rubio; Vaho, de Alejandro Gerber, o El calambre, de Mathias Meyer? ¿O el camino será multiplicar propuestas tan rutinarias como Chamaco, de Miguel Necoechea, cinta de boxeo con acumulación de situaciones inverosímiles?
Algo queda claro al término del festival: el cine mexicano es capaz de miradas originales sobre el tema de la migración y tiene toda la capacidad para revitalizar la comedia rural, terreno que se pensaba abandonado en beneficio de thrillers urbanos efectistas y de bufonerías multiestelares.
En una historia como la de Norteado, momento afortunado del festival, hay picaresca, desenfado narrativo y un gran rigor expositivo. Su protagonista (Harold Torres), tan seductor exitoso como migrante fallido, y sus dos enamoradas (Alicia Laguna y Sonia Couho), recrean una eficaz comedia sentimental de frente al muro fronterizo y en contrapunto con los dramas cotidianos del cruce clandestino.
Con esta cinta ingeniosa y antisolemne, Perezcano hace su entrada en el terreno de la ficción luego de su muy celebrado documental XV en Zaachila, filmado hace siete años.
Por su lado, Ruiz Ibáñez ensaya también la comedia con su retrato de Mingo (Hansel Ramírez), un joven con retraso mental pero avanzada malicia, que sin proponérselo se vuelve el semental de muchas mujeres maduras en un pueblo chico, donde el machismo se enseñorea en las calles sólo para colapsarse tristemente en las alcobas. Un buen reparto confiere brío a la propuesta humorística, a pesar de un vuelco narrativo poco afortunado en el desenlace de la trama.
La sencillez de estos relatos contrasta con la estructura pesada que propone Alejandro Gerber en Vaho, relato en dos tiempos sobre la experiencia de tres jóvenes amigos con dificultades para sobreponerse a una experiencia dolorosa compartida en la infancia.
Con todo, la cinta señala un clima de exasperación social, presente también en La mitad del mundo, cuya expresión más violenta es el desahogo a través del linchamiento colectivo. De igual modo, el desencanto de una clase desposeída tiene una salida más en el ritual escénico de la Pasión de Iztapalapa, una secuencia estupendamente filmada.
Alamar y El calambre son dos variantes de una búsqueda espiritual enmarcada en deslumbrantes escenarios naturales. La primera historia es alegoría de un edén sentimental en el que el amor filial y el rencuentro con la naturaleza son vasos comunicantes; en tanto en el segundo relato, la evasión de un comediante francés a un paraíso terrenal situado en Chacagua, apenas disimula el fracaso social del protagonista, un ser a la deriva en un mundo que le es totalmente ajeno.
Dos relatos minimalistas, con fuertes desniveles en su construcción dramática, que resultan novedosos por su experimentación temeraria. Morelia demuestra algo claramente: el cine mexicano actual es algo más que una fórmula hueca para complacer el cálculo de sus exhibidores reticentes.