ás que una anacronía, el sindicato es una necesidad del capitalismo moderno, hoy de nuevo en intensa transformación. Para recuperar alguna dosis mínima de estabilidad financiera y económica, sin incurrir en reversiones proteccionistas de la globalización, se requiere un mínimo de estabilidad política y social en un mundo cruzado por el desempleo masivo, el cambio técnico y una toma de conciencia casi universal sobre la desigualdad y sus nefastos efectos, no sólo morales sino económicos. Y en este cuadrante en construcción al calor de la crisis global, el mundo del trabajo ocupa un lugar central, si no es que decisivo.
Esta centralidad del tema laboral se condensa hoy en el desempleo, pero es claro que ésta es apenas la punta de un iceberg profundo y lleno de aristas que recoge los abusos que en materia de derechos sociales consagrados llevó a cabo la revolución de los ricos
desatada por Reagan y Thatcher y que tan bien recibida fue por nuestros plutócratas vernáculos y sus intérpretes en el Estado. De una u otra forma, la cuestión de la protección social y de la evolución de los derechos que la acompañó a todo lo largo del siglo XX está de nuevo con nosotros, y para un país como México, tan dejado de la mano de Dios en ésta como en otras materias cruciales, resulta vital tomar nota y prepararse para cambiar hábitos y reflejos, abandonar una sabiduría convencional adocenada y asumir que en este asunto, el de la cuestión social, tiene que actuar y pronto.
La gloriosa victoria del presidente Calderón en su guerra contra el SME puede ayudarle a conciliar el sueño pero no darle satisfacción alguna como gobernante, mucho menos si insiste en verse y presentarse como político demócrata. Lo que el gobierno hizo fue dar un golpe de mano que preparó en la penumbra de sus conciliábulos y comisiones sin dar noticia a nadie. No fue un procedimiento democrático, mucho menos una intervención congruente con sus promesas electorales o la plataforma actual e histórica de su partido. Se trató, más bien, de una suerte de solución final
contraria a muchos derechos y mandatos procesales, que pone en la calle de un plumazo a cerca de cuarenta mil trabajadores.
Los supuestos privilegios obtenidos por el SME en décadas de lucha gremial tienen que ser detallados por sus críticos y verdugos, así como por los gobernantes y administradores que acordaron las negociaciones y firmaron las respectivas revisiones del contrato de trabajo. Una cosa es descuidar el servicio, incurrir en irresponsabilidades laborales o administrativas y otra, bien distinta, gozar de mejores salarios que el promedio y tener mecanismos de protección laboral superiores a los de la mayoría. Esto no es un privilegio sino una muestra eficiente de la desigualdad inicua que ha caracterizado nuestro régimen laboral y de protección social.
Hablar de los privilegios de los electricistas en la nueva patria de la empleomanía gubernamental y del añejo territorio de la elusión y la evasión fiscal por parte de los ricos, es una majadería mayúscula de un clasismo corriente que sin darse cuenta está cultivando el huevo de la serpiente de un autoritarismo integrista, sometido a las aspiraciones oligárquicas de la hora y del todo alejado de cualquier diagnóstico moderado de la situación social que guarda nuestro país.
Hace mucho que los grupos gobernantes perdieron la oportunidad de cumplir con la Constitución y sus leyes secundarias en materia eléctrica. El mandato era claro y preciso: el servicio eléctrico es público y responsabilidad del Estado y debe prestarse por una entidad única, como debería ser la CFE, a la que correspondería un solo sindicato que debería ser democrático y capaz de coadyuvar en la planeación y gobernabilidad de una industria estratégica.
No ocurrió así y en vez de ello hemos tenido una penosa privatización de la generación y un desperdicio sostenido en los recursos y capacidades del sector, de lo que en efecto ha sido emblemática Luz y Fuerza.
Fue Fidel Velásquez quien se encargó de dar al traste con los proyectos de integración industrial y democratización sindical a los que con enormes trabajos se había llegado gracias, sobre todo, a la heroica lucha de Rafael Galván y los suyos. Con la complicidad permisiva e irresponsable de los gobiernos de Echeverría y López Portillo, el charrismo reditado por su máximo exponente se apoderó del sindicato y junto con la empresa persiguió a los trabajadores de la Tendencia Democrática, expulsó a Galván del sindicato y les quitó el empleo a cientos o miles de trabajadores.
Nada de esto tuvo corrección ni enmienda en los años de auge petrolero. Lo que sí hubo fue el descuido de la industria y su solapada apertura al capital privado, sobre todo trasnacional, hasta llegar a esta maraña administrativa y laboral de la que, de nuevo, es emblemática Luz y Fuerza.
Se puede aprovechar el viaje autoritario de Calderón para pontificar sobre el fin del sindicalismo o su jibarización
para convertirlo en oficialía de partes de los empleados o tienda de raya de los patrones. Ésa ha sido una tarea central de la derecha mexicana dentro y fuera del Estado y hoy apoltronada en los organismos cupulares de la patronal. Pero nada de esto tiene que ver con el liberalismo o la democracia en los que presumen inspirarse los perseguidores del SME y, mañana, de todo el que ose cuestionar un orden laboral y un régimen distributivo impresentables antes, en y después de una crisis cuyo mensaje primordial es el de la recuperación de la cohesión y de nuevas claves distributivas globales y nacionales.
El discurso antiSME no es anticorporativista y por eso no es democrático, mucho menos moderno. Es una propuesta regresiva y nada puede hacer para sanear relaciones laborales y formas de negociación y justicia laboral arcaicas y promotoras de todo tipo de vicios y corruptelas.
Quizás todavía haya modo de intentar recuperar el tiempo perdido y plantearse la construcción de una industria nacional integrada y planificada, con un sindicato único y democrático. Esta sería la única forma de, en efecto, no dar marcha atrás en materia eléctrica.