dos meses de que se realizaron los comicios presidenciales en Afganistán, el todavía mandatario de ese país, Hamid Karzai, accedió a someterse a una segunda ronda –el próximo 7 de noviembre–, luego de que la Comisión Electoral Independiente decidió reducir la proporción de votos en su favor –de 54.6 a 49.7 por ciento– a consecuencia de pruebas claras y convincentes de fraude en los sufragios
.
Dichos comicios se vieron marcados por el recrudecimiento de la violencia de las milicias talibanas –circunstancia que impactó en el nivel de participación electoral, que fue de apenas 33 por ciento– y se desarrollaron en medio de múltiples acusaciones de fraude formuladas por los candidatos opositores, encabezados por el ex ministro del Exterior, Abdullah Abdullah. Pese a ello las potencias occidentales, con Washington a la cabeza, los calificaron inicialmente de un éxito
y un avance
en el proceso democrático de ese país.
Hoy, sin embargo, ante la confirmación de las conductas fraudulentas de las autoridades de Kabul, y ante la manifiesta incapacidad de éstas y de los observadores internacionales para dar certeza y transparencia a los resultados electorales, queda de manifiesto que dichos comicios constituyeron un rotundo fracaso, que da cuenta de la inviabilidad de los empeños de Occidente de imponer un proceso de democratización por la vía de la ocupación militar en la nación centroasiática. Más bien, la realización de los comicios en dichas condiciones terminó por mermar la participación ciudadana y extendió en gran parte de los habitantes el sentir de que su voluntad no sería tomada en cuenta, por tratarse de un montaje de Washington.
Es de suponer que, al contrario de lo esperado por la Casa Blanca y sus aliados, realizar nuevas elecciones en Afganistán bajo el signo de la ocupación extranjera pudiera derivar en más violencia, menos votantes y, en consecuencia, menor legitimidad para el gobierno que surja de ese proceso.
Por añadidura, la posibilidad de que Hamid Karzai logre la relección pese a todo plantea una problemática adicional para los gobiernos occidentales, empezando por el de Barack Obama, pues estarían respaldando la continuidad en el poder de un personaje severamente cuestionado por sus vínculos con los llamados señores de la guerra y por mantener intactas algunas de las legislaciones bárbaras heredadas del régimen talibán, y que además ha mostrado desprecio por la voluntad popular, como quedó de manifiesto durante la primera ronda de los comicios.
Dicha perspectiva resulta por demás indeseable para el gobierno de Obama, quien se enfrenta al riesgo de que Afganistán se convierta en una trampa similar a la que su antecesor, George W. Bush, enfrentó en Irak, con las consecuentes derrotas en los terrenos militar, diplomático y económico. Es deseable y necesario, en suma, que el mandatario estadunidense renuncie a su pretensión de perpetuar e intensificar la presencia de sus tropas en territorio afgano, que inste a sus aliados occidentales a hacer lo propio y abandone así una aventura bélica insostenible, dañina para su gobierno y que ha causado un sufrimiento injustificable en el país centroasiático.