l fiscal general de Estados Unidos, Eric Holder, dio a conocer ayer la captura, por parte de autoridades de ese país, de 303 presuntos integrantes de la organización delictiva mexicana conocida como La Familia. El funcionario señaló que estas aprehensiones son resultado de una investigación realizada a lo largo de 44 meses, en la que participaron más de tres mil agentes de diferentes corporaciones de seguridad en una veintena de estados de la nación vecina.
El operativo descrito por Holder permite ponderar la ineficacia de la política que el gobierno federal aplica contra el narcotráfico: a casi tres años de que Felipe Calderón emprendiera el despliegue de efectivos militares en amplias franjas del territorio nacional, las organizaciones criminales que operan en México no sólo no han disminuido sus márgenes de maniobra; los han extendido a otras latitudes, dentro y fuera del país.
Por lo que hace al papel de las autoridades estadunidenses, es positivo ver, con la captura de miembros de La Familia, un cambio de tono entre las administraciones anteriores de aquel país y la que preside Barack Obama respecto del combate al narcotráfico. Históricamente, los gobiernos de Washington se habían negado a reconocer la operación de grupos de narcotraficantes dentro de la nación vecina –como si el complejo entramado de distribución de drogas se interrumpiera al cruzar el río Bravo–, y con ello encubrieron el incumplimiento de su responsabilidad en lo que toca al flujo de armas ilegales y de precursores químicos de Estados Unidos a México, así como en lo relacionado al vasto aparato de lavado de dinero que –es un secreto a voces– ha echado raíces en la economía de la nación del norte.
Resulta difícil imaginar, sin embargo, que La Familia haya logrado tal penetración en el mercado de drogas estadunidense –y presumiblemente dentro de las corporaciones policiales de aquel país– y que no haya ocurrido lo mismo con otros grupos de delincuentes, especialmente con aquellas mafias tradicionales cuya presencia y operación data de mucho antes del surgimiento del cártel michoacano. Las autoridades del vecino país tendrán que empeñarse a fondo para combatir también esas redes delictivas si no quieren dar la impresión de que, en lo que se refiere al narcotráfico, continúan trasladando la responsabilidad primordial a factores exógenos.
Por lo demás, es preocupante que estas detenciones y la supuesta disposición del gobierno de Washington a colaborar
con las autoridades mexicanas en el combate al narcotráfico no se acompañen de medidas correspondientes en contra del consumo interno de drogas que padece aquel país.
A pesar de que el uso de estupefacientes ilícitos en Estados Unidos y otras naciones constituye el motor principal de la industria del narcotráfico, ese renglón sigue sin ser abordado por las autoridades correspondientes como debería, es decir, como un problema de salud pública. Si lo que se quiere es acabar con el comercio ilegal de estupefacientes, sería deseable que, sin descuidar sus tareas de índole estrictamente policiaca, las autoridades de Washington destinaran recursos suficientes a programas de rehabilitación para los consumidores de drogas y a la prevención de las adicciones.
Cabe esperar, en suma, que el giro dado por el gobierno del vecino país no se quede en una medida mediática: es de esperar que la administración Obama emprenda una estrategia integral de combate al fenómeno del trasiego y consumo ilegal de estupefacientes con mayor inteligencia y sensibilidad que como lo ha hecho su contraparte al sur del río Bravo.