Opinión
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Cuando ya no importe
J

uan Carlos Onetti (1909-1994), quien hizo de la ciudad de Santa María su oasis narrativo, figura entre los máximos exponentes de las letras del siglo XX. Como parte de la conmemoración por el centenario del escritor nacido un primero de julio en Montevideo, un sonámbulo en la noche insomne, como dijo su viuda Dolly, circula en librerías mexicanas la primera edición en el país de su último libro Cuando ya nada importe, del cual ofrecemos el inicio, con autorización de la Editorial Alfaguara

6 de marzo

Hace una quincena o un mes que mi mujer de ahora eligió vivir en otro país. No hubo reproches ni quejas. Ella es dueña de su estómago y de su vagina. Cómo no comprenderla si ambos compartimos, casi exclusivamente, el hambre.

Nos consolábamos a veces con comidas a las que buenos amigos nos invitaban, chismes, discusiones sobre Sartre, el estructuralismo y esa broma que las derechas quieren universal, saben pagar bien a sus creyentes y la bautizan posmodernismo. Participábamos, reñíamos y adornábamos con nuestras risas las frases ingeniosas. Aquellas cenas a las que no podíamos aportar ni un solo peso ofrecían a un posible observador, tal vez a uno de los comensales que pagaban su parte de la cuenta, un aspecto admirable. Porque merecían admiración la astucia con que ella y yo, sin dejar de reír despreocupados, robábamos pancitos que caían en la cartera de ella o en alguno de mis bolsillos. Así nos asegurábamos un desayuno seco para cuando despertáramos mañana en la cama de la pensión.

Se gueron acumulando los días casi miserables para triunfar convenciéndola de que yo había nacido para fracasado irremisible.

La muchacha pasaba todo su tiempo en la cama para ahorrar fuerzas, retener calorías. Tal vez estuviéramos en invierno. Creo, no lo aseguro. Y así: ella acostada y yo caminando, ida y vuelta, por la avenida buscando tropezar con algún ser muy amigo al que no me humillara pedirle dinero. Y recuerdo que ya no se trataba de conseguir un peso para que comiéramos. Nunca consulté a los periódicos a cuánto estaba la canasta familiar. Pero en aquellos días el mínimo indispensable había trepado a cinco pesos.

Pocas veces lo conseguía, no por negativas sino por desencuentros. Mis incursiones en la ciudad sólo excluían a los niños. Nunca hice distinciones por sexo. Pocas mujeres encontré.

Recuerdo que más de una vez mi mujer, ahora ausente, me había dicho: Yo sé que traigo mala suerte. Lo que nació de su ausencia no podrá significar que mi suerte hubiera cambiado, pero de pronto tuve otros de mis tantos trabajos que se traducían en comestibles. Uno de los amigos de restaurantes donde habíamos robado los diminutos panes de hermosas cortezas doradas cuyo destino era crujir en la mañana, uno de mis anfitriones desganados, con algunas amistades en cierta parcela de la mugre política acabó por conseguirme un trabajo. Lo justo para alegrar al dueño de la pensión y pagar mis comidas.

Luego de la buena noticia trató honradamente de aminorar mi esperanza y dio bastantes rodeos intentado explicarme en qué consistía el trabajo recién logrado. Le dije que no me importaba, así fuera la portería de un prostíbulo de campaña, porque para mí no podía haber pan duro.

También recuerdo que en aquellos tiempos la gente de Monte huía de su ciudad, cruzaba el río para llegar a la gran capital transformada entonces en cabecera del Tercer Mundo, erizada con los cartones y latas herrumbradas que construían lo que llamaban casas en cientos de Villas Miseria que iban aumentando cada día mas cercanas y rodeaban el gran orgullo fálico del obelisco. Tal vez el hambre tuviera allí otro sabor que la impuesta por Monte. Pero en Monte era menor el número de los que ambicionaban y lograban cruzar el río para vender, destino inmediato, hojas de afeitar y chicles, kleenex y jaboncitos y bolígrafos secos y peines y carteritas de fósforos en alguna esquina de la calle principal. El éxito de una jornada supondría mascar un chorizo con pan, si no eran desalojados por aborígenes igualmente desesperados.

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Juan Carlos Onetti

No puedo olvidar a los de Monte que soñaban con otro modo de vivir, los del todo o nada, los que no temían apostar suicidio contra vivir de verdad en aquellos países europeos de donde llegaron abuelos, desde España e Italia, se fusionaron y así quedó creada la raza autóctona.

Y ahora, quinientos años después de ser descubiertos por error de un marino genovés y la intuición de una reina que nunca arriesgó sus joyas ni se mudó de camisa, los nietos se desesperaban por devolver la visita de los abuelos.

Los dejé formando colas kilométricas desde el alba, frente a embajadas o consulados aguardando con escasa esperanza el milagro de una visa. Puede leer en el aeropuerto dos graffiti contradictorios: Que el último en irse apague la luz. Y el otro rogaba: No te vayas, hermano.

Sin embargo, creí al principio que me habían hecho una mala jugada. Se trataba de un edificio enorme al que llamaban galpón o nave o hangar. Escuché a los hombres. Estaba lleno de peones de tórax desnudo y taparrabos o delantales de arpillera. En su mayor parte eran gallegos altos y atléticos que cargaban con los sesenta kilos de las bolsas de cereales como si estuvieran jugando. Ocho horas diarias si no había trabajo extra. En grandes letras negras, en la pared del fondo, la sigla decía: S.O.S.

Primero me examinó un semicírculo de miradas burlonas que me pareció calculaban mis posibilidades en una lucha con repetidos sesenta kilos. Nadie hablaba. Yo era el extranjero y ellos se obligaban a odiarme resueltos a expulsarme más allá de sus fronteras.

Estaba ya pensando en decir muchas gracias y adiós cuando me trajo consuelo un aborigen vestido con guardapolvo que tal vez hubiera sido blanco el día anterior. Me señaló un montón de bolsas que podían servirme de asiento con respaldo, me señaló un agujero redondo en el suelo y me entregó un cuchillito. Aquel hombre se hizo mi capataz con muy pocas palabras.

Así fui sabiendo que el agujero redondo se llamaba tolva, que era necesario alimentarlo con el trigo o lo que contuvieran las bolsas, que si llegaba a vaciarse ese aparato que separaba el polvo del grano, se estropearía. Y fui sabiendo que aquella tarea parecía haber sido inventada expresamente para mí. Recuerdo tantas semanas de felicidad nocturna, el trabajo sin la inevitable presión de un patrón o jefecito. Leyendo alguna historia de asesinado y detective, leyendo un diario o revista, vigilando de rabo de ojo a un costado la boca angurrienta de la tolva. Y tan solo y en calma en la noche eterna siempre alumbrado por luces eléctricas porque el enorme edificio no tenía ventanas y era indiferente e ignorado el hecho de que afuera, en la ciudad, lloviera o iluminara un sol blanco y rabioso. Allí, tampoco ni calor ni frío. Muchas ratas gordas y veloces que no se sabía de qué disparaban o adónde pensaban ir. Sólo proyectos porque un perrito pequeño, color mugre, las perseguía y alcanzaba para clavarles los dientes y desnucarlas. Nunca lo vi fracasar. Y siempre, después de la victoria, volvía a correr desesperado para beber agua en una gran pileta o enjuagarse el asco.

Apunté: noches felices, pero sería más exacto llamarlas noches de paz. Porque si se me ocurría divagar sobre algún problema nunca se trataba de problemas impuestos por el mundo de afuera. Eran mis problemas, absolutamente míos. Eran de esa raza de problemas que millones de personas se habían planteado sin resolver. Los imagino, con preferencia, al lado de un fuego así como y o estaba al lado de la tolva. Todo era noche calma, noche serena, hasta que un mediodía vi el anuncio en el periódico que había abandonado sobre los platos usados del almuerzo un compañero de pensión. Rara vez miro los diarios y me basta espiar los titulares para fortalecer mi vieja convicción de que la estupidez humana es inmortal.

La única esperanza creíble que nos van dejando se llama nuclear.