nte la crisis política hondureña, el gobierno de Barack Obama terminó por inclinarse en favor del régimen golpista que encabeza Roberto Micheletti. No otra cosa significa la disposición de Washington a otorgar su reconocimiento a la presidencia que surja de las elecciones previstas para el 29 de noviembre, pese a que éstas, de celebrarse bajo la dictadura militar instaurada en junio pasado, carecerán de toda legitimidad, credibilidad y transparencia.
En efecto, en los días anteriores se había hecho evidente el designio de la diplomacia estadunidense de dar cobertura a la estrategia de los golpistas de ganar tiempo con el propósito de enfrentar a la comunidad internacional al hecho consumado de unos comicios organizados –si llegan a realizarse– por un poder antidemocrático, dictatorial y represivo.
En esa lógica, las autoridades ilegítimas de Tegucigalpa fueron postergando el cumplimiento del acuerdo de San José –que de por sí representaba una concesión inaceptable al golpismo– y llegaron a distorsionarlo hasta el punto de fabricar una parodia del gobierno de unidad nacional
previsto en ese pacto: en lugar de colocar al frente al presidente legítimamente electo, Manuel Zelaya, los asaltantes del poder lo conformaron con el propio Micheletti, impuesto en la Presidencia por ellos mismos.
Por lo que se refiere al gobierno de Estados Unidos, las conclusiones a extraer de este episodio son necesariamente preocupantes: independientemente de las convicciones y de los deseos personales del presidente demócrata, es claro que el aparato militar, empresarial y diplomático estadunidense ha impuesto en Honduras las inveteradas y tradicionales tendencias antidemocráticas de la política de Washington hacia el resto del hemisferio: alentar el surgimiento de dictaduras militares cuando y donde el Departamento de Estado, el Pentágono y las agencias de espionaje consideran que peligra la hegemonía de la superpotencia, y cuando y donde les resulte conveniente aplastar ejercicios de soberanía nacional.
Por otra parte, este catastrófico viraje de la crisis hondureña coloca a la diplomacia latinoamericana ante el espejo de su propia impotencia. A pesar de los esfuerzos de gobiernos como el de Brasil por restaurar en Honduras el orden constitucional quebrantado por el cuartelazo del 28 de junio, es claro que la intermediación diplomática continental ha resultado inoperante y que la dictadura hondureña tiene ante sí la perspectiva de perpetuarse mediante la organización de unos comicios amañados y la imposición en ellos de un resultado que Washington ha calificado de antemano como aceptable, aunque no lo sea.
La apuesta del poder estadunidense y de la oligarquía local es clara: dejar que el tiempo erosione al movimiento de resistencia popular que se ha ido articulando tras las demandas de restaurar el orden democrático vulnerado y restituir a Zelaya en el cargo para el que fue electo.
Previsiblemente, las reivindicaciones de esa resistencia evolucionarán en las semanas próximas, acaso para exigir la realización de comicios libres de sospecha o para demandar una refundación democrática de las instituciones desvirtuadas por quienes las tomaron por asalto en junio pasado.
Sea cual fuera el escenario, debe impedirse la consolidación de esta aventura golpista, que sería precedente y referente para nuevas agresiones a la institucionalidad democrática en otras naciones de la región.
En tal circunstancia, tocará a las sociedades de las naciones latinoamericanas exigir a sus gobiernos respectivos que desconozcan la elección hondureña del próximo día 29 y sus resultados, y que otorguen su respaldo a las instancias opositoras y democráticas surgidas de la sociedad para enfrentar al régimen de facto.