a plutocracia encaramada en la cúspide del sistema decisorio imperante en México ha entrado en una fase de franco deterioro. Expuesta a feroz escrutinio por el movimiento que conduce López Obrador, sus dañinos efectos se han ido clarificando con inusual rapidez. Al exponer a la crítica a tan compacto grupo de mandarines, va adquiriendo forma y contenidos un diagnóstico implacable y de consecuencias aún inapresables en su totalidad. Pero las consecuencias ya exploradas, sin embargo, los sitúa en el epicentro de la decadencia que traba la marcha del país. Junto con esa clase de plutócratas, el entramado completo de gobierno marca una segura ruta hacia su sorda implosión. La dramática, cruenta y anquilosada forma de conducir los asuntos públicos por parte del oficialismo que los oye y obedece, lo conduce al aislamiento: esfuma el consentimiento ciudadano y deshace los indispensables apoyos populares, requisitos para la continuidad y perfeccionamiento de tan sitiado sistema.
La saga para desenmascarar tan dañina formación no ha sido fácil, menos aun exenta de estigmas, desprecios y burlas. López Obrador (y con él quienes lo han acompañado en esta aventura predicante durante tres años) ha pagado, en carne propia, una elevada cuota que ningún otro político de los tiempos actuales podría soportar. Y, al parecer, el golpeteo seguirá con ahínco. ¡Faltaba más! Bien merecido se lo tiene por provocador
, le gritan desde sus estudios reforzados con megáfonos de gran alcance. El transgresor a los cánones establecidos, al buen decir, a las normas consagradas y lo políticamente correcto exigirán mayores penares. AMLO se ha atrevido a desenmascarar lo que debió permanecer oculto, los secretos inconfesables, en el trasiego propio de los iniciados. Destapar, ante la mirada de atónitos ciudadanos, el cúmulo, creciente además, de los inmensos privilegios que usufructúan los beneficiados de siempre es intolerable. Siguen afirmando, según dicen sus conspicuos oficiantes y difusores, merecimientos ganados en el campo de las batallas por el progreso, por afianzar los negocios de alto calibre que crean riqueza, siempre amparada en el poder. Una ruta, la mejor, para posibilitar la justicia distributiva, concluyen orondos sus beneficiarios. Pero, en realidad, son amasijos que se funden en un continuo manoseo de normas y procedimientos o en el trafique más descarado de influencias. Los plutócratas mexicanos se sienten los insignes guardianes del bien común y nadie, más que ellos, deberá entrar al reparto del botín rellenado con haberes colectivos.
Pero la labor de denuncia ha sido fructífera, ¡qué duda cabe! La voz de alarma se ha esparcido por todos los confines. La plutocracia que ahorca a México no es como otras que pululan por el ancho mundo. En otros lugares hay aceptables reglas del juego que moderan su actuación, salvaguardas efectivas del interés colectivo que pulen sus filos depredadores, contrapesos que actúan y cumplen su cometido para permitir el flujo de la competencia. Pero, sobre todo, poderes autónomos que las someten a controles de ley. La que rige por estos aciagos días y desde alargados tiempos en este país se afianza sobre toda mesura. La plutocracia autóctona se piensa intocable, protegida con atalayas y armas que van desde la compra de conciencias, hasta la rampante y grosera amenaza. Han subyugado a partidos políticos (PRIAN) y manipulan a casi la totalidad de las instituciones creadas para el funcionamiento de la República. Dominan el espacio público con los medios de comunicación a su servicio. Se han atrancado en un pensamiento donde todo abuso lo ven como inherente a sus derechos. Las precede un santo temor entre los que deberían actuar para regular sus ambiciones. Las leyes se estiran y deforman como charamuscas en sus ávidas manos. Las libertades sólo tienen cabida si rellenan sus alforjas.
Como otras muchas concepciones, ya casi de aprehensión generalizada, el papel desempeñado por la plutocracia a la mexicana ocupa ya lugar preponderante en el horizonte colectivo. Es un logro de la crítica ejercida, con la reciedumbre y constancia suficiente, por el gobierno legítimo que conduce AMLO. El valor de tal postura aún no se aquilata, pero se continuará dando la pelea por que sea bien asimilado por las mayorías. Junto con este fenómeno aleccionador va quedando el testimonio de los privilegios fiscales de que disfrutan: a través de la llamada consolidación fiscal. Un agujero por el que cuelan cientos de miles de millones y que van a engrosar las cuentas crecientes de los billonarios locales para que, con bombo y cursis fotografías, sean incluidos en las publicaciones donde retozan los famosos del mundo.
Es por eso que, dentro del reciente catálogo en pos de una transformación del México decadente, se halla incluido, como punto central del discurso para la acción futura, rescatar al Estado. Una pretensión reformadora básica ante la República simulada que se padece. El proceso que aguarda será complicado y con claros rasgos de amenazante violencia. Por ello es indispensable reafirmar la fe pacífica y la búsqueda constante de rutas democráticas que armonicen las tensiones. Un asunto adicional, crucial en la marcha hacia un Estado democrático y de bienestar, será la reforma al aparato completo de comunicación social. No se puede dejar en manos de una sola clase (el empresariado) la conducción informativa, el entretenimiento o la educación masiva complementaria que los medios implican. Un balance interclases donde los varios componentes del Estado jueguen su propio papel se levanta como estricta necesidad. Es, por varias y múltiples razones, una real cuestión de seguridad nacional para preservar la paz y asegurar el respeto a los derechos humanos. Pero el tratamiento de tan espinoso tema exige valentía, imaginación, soporte popular y arrojo poco comunes. Sobre todo frente a una vida institucional congestionada por la injerencia desmedida, impositiva y degradante de los poderes fácticos: la industria de la radiotelevisión como su avanzada.